Padre Claudio Díaz Jr.

El regalo de Navidad de nuestro Papa Francisco

jueves, enero 4, 2024

El pasado mes de noviembre, la Asociación Nacional de sacerdotes Hispanos de los Estados Unidos, también conocida como A.N.S.H., tuvo su convención anual en la ciudad de las siete colinas, la bella Roma. Parte de la convención era la esperanza de tener un encuentro con Su Santidad, el papa Francisco y así fue, ya que nos concedió una audiencia privada.

En la fresca mañana del jueves de noviembre nos encontrábamos en la puerta de Santa Ana al pie de las puertas de bronce del Vaticano. Además de casi cien sacerdotes hispanos, también estuvieron presentes monseñor Juan Miguel Betancourt, obispo auxiliar de la Arquidiócesis de Hartford en Connecticut, el señor Mario Paredes, quien fue instrumental en la realización de este evento y un grupo de laicos que apoyan la asociación y a quienes consideramos los padrinos de A.N.S.H.

Cercana a la hora se abrieron las altas puertas de bronce, construidas por Antonio Averuline, también conocido por Firalete, en 1445. Escoltados por secretarios y otros prelados, al saludo de la guardia suiza, nos desplazamos por un patio interior y unas colosales escaleras que parecían interminables hacia la Sala Clementina. Comisionada en el siglo XVI por el Papa Clemente VIII en honor al tercer sucesor de San Pedro, Clemente I, esta sala es utilizada por el sumo Pontífice para audiencias, recepciones y ceremonias. La misma está decorada con frescos del renacimiento y otras piezas de arte de incalculable valor. Allí había una silla blanca, sencilla, digna y sobria, frente a los dos grupos de sillas para nuestra asamblea. Mientras nos acomodábamos ansiosos, como chiquillos esperando a los Santos Reyes, se tomaban fotos, se intercambiaban impresiones y se respiraba un aire de fiesta. Varios secretarios y personal de seguridad iban y venían de un extremo al otro. Muchos íbamos de traje negro y alzacuello, otros de sotana o hábito. Nos unía la anticipación de ver, saludar y expresar nuestro afecto al Vicario de Cristo aquí en la tierra.

Finalmente se apagaron nuestras voces en vigilante y solemne espera. De pronto, se abrieron las puertas del lado derecho y Su Santidad, quien había sido transportado en un pequeño carro, se puso de pie y apoyado con su bastón, se movió hacia su silla. Una vez sentado, dio un pequeño suspiro y sonrió. La asamblea rompió en aplausos y el Santo Padre nos dio la bienvenida en nuestra lengua madre. Su mensaje fue sencillo y profundo, sazonado con algún comentario jocoso. Se veía tan cómodo con el grupo... Nos recordó el nunca dejar a Cristo solo en el sagrario. Nos pidió el no hacer una acción con las manos sin antes doblar rodilla en oración. Finalmente, nos pidió el que siempre tengamos “las uñas limpias” y que no las ensuciemos con agendas de arribismo o promoción jerárquica. Su rostro dulce, tan tranquilo y luminoso, parecía el de un abuelo dando consejos a un querido nieto. Seguido, dio permiso para que lo saludáramos uno a uno…

Fue un momento inefable levantarnos de nuestras sillas y estar cara a cara con nuestro Papa. Hubo varios tipos de intercambios en lo que parecía vasto como un siglo, la espera en línea y breve como unos segundos, dejando una impresión por toda una vida. A mi turno, de hinojos besé su mano y el trató de ayudarme a ponerme de pie con la otra. Movido por el momento le dije “Su Santidad, Chicago lo quiere mucho.” Él simplemente sonrió iluminando aún más su rostro. Para mi ese fue mi regalo de navidad.

Regresamos a las actividades de nuestra convención pero no éramos los mismos. Nos sentíamos renovados, reafirmados y con mayor ganas de hacer la voluntad de nuestro Padre Dios; el seguir sirviendo a sus hijos. Lo que fue un momento breve, resultó en una gran bendición. Ese día, volvimos a ser niños.

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