Padre Claudio Díaz, Jr.

El sacerdote ora y el cielo escucha

miércoles, junio 28, 2023

Hay una miríada de voces, modas y mensajes inundando nuestros televisores, nuestras redes sociales y nuestro mundo; declarando, normalizando posturas extremas, negando verdades universales y ultimadamente promoviendo la herejía de nuestro siglo en donde se ve a Jesús como un “resuelve problemas” con la capacidad de hasta convertirse en un guerrillero para resolverlos. Mensajes que promueven la negación de doctrinas, de los fundamentos del cristianismo, la erradicación de la Iglesia y cancelación del sacerdocio. Con narrativas de este tipo, se pierde la fe, se pierde el mundo y hasta los sacerdotes se pueden perder.

En la novela de San Manuel Bueno mártir de Miguel de Unamuno, se nos presenta un personaje, el sacerdote del pueblo, que predica algo en lo que él no cree (en su corazón) aunque a los ojos de sus feligreses es un santo y logra que muchos de ellos lleven una vida cristiana meritoria. Muchos en ese pueblo se salvaron. Su final personal fue diferente. Como sacerdotes, para predicar y vivir lo que enseñamos tenemos que recordar lo que somos.

Parafraseando las palabras del personaje de la Reina María de Teck en la serie La Corona de Neflix, deseo revisitar nuestra identidad sacerdotal. El sacerdocio es la sagrada labor de Dios en traer gracia y dignidad a la tierra y asistir en la salvación de sus hijos e hijas. El sacerdocio es una llamada de Dios. Significa que el sacerdote es llamado. No se aplicó para un trabajo, por eso es que nos formamos en un seminario. El sacerdote es ungido en una iglesia y no señalado para una labor en un edifico público.   Es el obispo quien le impone las manos, no un juez, no un político o un servidor público. El centro del sacerdocio es su identidad (lo que es) y el deber amoroso (lo que hace) cuando preside sobre los sagrados misterios de la Iglesia.

San Juan María Vianey dijo “Me postré consciente de mi nada y me levanté sacerdote para siempre.” Como sacerdote somos hombres, seres humanos falibles. No somos ángeles, ni mistificados. Dijimos “sí” con lo que tenemos y somos. Esto se refleja en nuestra relación con Dios en nuestra rutina personal. El primer orden es el encuentro con Cristo. No se es cristiano, mucho menos sacerdote, por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con lo divino el cual nos da la orientación, rescatándonos de una conciencia aislada. Esto se manifiesta en el gusto de trabajar por y con el pueblo, permitiendo la acción misteriosa del resucitado.

Las palabras de la mística Catherine Doherty, en su libro Querido Padre, nos dice en referencia al sacerdote; “Orarás y el cielo escuchará, el infierno temblará y la muerte te pondrá atención. A tu palabra, un hijo del pecado se convertirá en un hijo de Dios. Un joven se convertirá en soldado de Cristo, un pecador en un santo. Los hambrientos se saciarán, los moribundos tendrán un viaje en paz”. Resulta hermoso e inefable que los laicos comprometidos, que profesan un puro entendimiento por la Eucaristía, por ende del sacerdocio, se expresen así de lo que somos y hacemos en nuestro sacerdocio. Cuando muchos dedican tiempo y recursos en un discurso dañino, torcido, denigrante en contra de todos los sacerdotes, hay quien, como esta mística y escritora, pueda con suma elocuencia recordarnos quienes somos.  Ciertamente recibimos la misma recepción del pueblo, los más pequeños, la sal de la tierra, cuando expresan su cariño por nosotros con una sonrisa, un abrazo y hasta con un beso sobre nuestra mano consagrada.

Hermanos sacerdotes, nuestra consigna es el deber y la preocupación por las almas del pueblo. Siendo imperfectos instrumentos, continuemos llevando a los hijos de Dios a las estancias celestiales. Llevemos a todos los hijos e hijas de Dios hacia el aposento alto.  Recordemos que al igual que Cristo seremos crucificados, a la vista de todos. Aun así nada de esto nos molestará porque estaremos crucificados con Cristo. Con nuestra mirada hacia el horizonte, nos perderemos en el gozo de ser suyos.

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