Mi visión del banquete celestial es elaborada y compleja. Para mí, el cielo es como una invitación a una cena. En un salón con infinitas paredes, decoradas con objetos de arte y piezas de conversación inspiradoras, con lo mejor de la música barroca como telón de fondo, a todos se nos sienta para cenar. Todas las edades, razas, antecedentes económicos y culturales están representados: todos hermosamente ataviados. Mientras se vierte buen vino, se nos sirve una magnífica cantidad de cursos con todo tipo de platos para elegir. Después de la cena nos trasladan a una baranda, para postres y licores digestivos, desde donde podemos disfrutar de la vista de la belleza natural de la creación de Dios en su esplendor. Y luego podemos hacerlo de nuevo sin tener siquiera que lavar los platos. La ofrenda del amor de Dios se enfatiza en nuestras lecturas de este domingo. El Profeta Isaías habla sobre cuán generoso es el amor de Dios y utiliza las imágenes de agua y pan, que en el desierto son fuentes preciadas de alimento, para proclamar lo que Dios quiere para su pueblo, abundante y máxima satisfacción. Nos invita a un lugar donde estemos seguros, donde podamos satisfacer todas nuestras ansias, deseos y necesidades... Donde nada faltará. San Pablo nos habla sobre el vínculo íntimo y fuerte entre él y aquellos que guardan el pacto de Dios. Esta relación, exclusiva únicamente a nuestro Dios, no puede destruirse, romperse ni anularse. San Pablo, en el umbral de su propio martirio, mantiene y refuerza la idea de que nada se interpondrá entre nuestro Dios y nosotros, ni los principados o demonios, ni el pasado o el futuro, ni siquiera nuestras propias debilidades personales. Todo esto es consecuencia de las promesas de Dios. Estas promesas tienen una apariencia concreta. La ofrenda de amor de Dios se convierte en alimento para nosotros. En el evangelio según San Mateo, el milagro de la multiplicación de los peces y los panes adquiere una connotación eucarística. El autor identifica la hora, era de noche, casi como presagio de la última cena. Menciona cómo Jesús tomó los panes y alzó la vista al cielo, dijo la bendición, partió los panes y alimentó a la multitud. Esta fue la inspiración para que la iglesia primitiva celebrara la Eucaristía, y sigue siendo inspiración para nosotros en el día de hoy. Este es el momento en que todos deben ser alimentados, todos deben ser atendidos y todos deben estar satisfechos. Esta es la Eucaristía. Este evento actúa como un modelo para la iglesia en todas las edades involucrando a todo el Cuerpo de Cristo. Jesús logró alimentar a la multitud con la ayuda de sus discípulos. No quería hacer de esto un “espectáculo de un solo hombre”. Hizo que sus discípulos formaran parte de la entrega, a pesar de que al principio eran reacios a hacerlo, y que también buscaran formas pragmáticas de resolver el problema. Desafiados por Jesús para usar sus propios recursos y simplemente tener fe, pudieron alimentar a todos. Lo que comenzó con una porción insignificante de comida se convirtió en un gesto abundante de nuestro Creador a Su creación. Los cinco panes y los dos peces representan los recursos y el potencial que tenemos para la bondad. Este don puede ser nuestra capacidad de brindarle a un vecino algo que pueda necesitar, o escuchar a una viuda inconsolable, o estar dispuestos a ser miembros de una organización parroquial. De cualquier manera que estemos al servicio de los demás, mostramos la compasión de Cristo, la misma compasión que lo conmovió cuando desembarcó y vio a la gran multitud y sus necesidades. Nos reunimos alrededor de este altar para celebrar la Eucaristía y recibir el regalo, que estamos llamados a compartir. Sólo así podemos ser para los demás, sólo así podemos ser alimento... Sólo así podemos ser Eucaristía... Y ni siquiera tenemos que lavar los platos.