Padre Claudio Díaz Jr.

Tercer Domingo de Pascua

martes, abril 28, 2020

Después de la crucifixión, los discípulos estaban en tal estado de conmoción que aun cuando Cristo resucitado ya se había mostrado a los apóstoles, estos todavía estaban procesando el acontecimiento extraordinario de su resurrección. Después del trauma del Viernes Santo y sin estar seguros de lo que vendría con respecto al Reino de Dios, vuelven a sus rutinas de vida. Con corazones y esperanzas destrozados los encontramos, no en la ciudad que presenció la vida, la pasión, la muerte y la resurrección de Jesús, sino en la dirección opuesta, hacia Emaús.

Al principio no lo reconocieron; no sabían que era el Cristo. Tal vez el hecho de que estuviera en un cuerpo resucitado fue parte del problema, puede que se viera diferente. Le sucedió antes a María Magdalena en el lugar donde fue enterrado.

La segunda lectura de la primera carta de San Pedro indica que Cristo, el cordero intachable “era conocido antes de la fundación del mundo, pero revelado en el último tiempo para ustedes...” Esto a la luz de nuestra comprensión Trinitaria de Dios es fácil de ver. Cristo estuvo presente al comienzo de la creación y a través del misterio de la encarnación se hizo carne y salvación para nosotros.

Pero ¿cómo podemos ver a Jesús y reconocerlo hoy en día? La respuesta salta del encuentro de estos dos discípulos en su camino a Emaús hace dos mil años. Jesús hoy, como entonces, adquiere manifestaciones concretas. Vemos a Cristo en nuestra celebración de la Eucaristía y en nuestro respeto por su presencia en nuestros tabernáculos. Comienza con ese momento sagrado de nuestro encuentro con él en la Eucaristía, “al partir el pan del cielo”, del alimento de los ángeles, de los hombres y de las mujeres. Pero esto es sólo el comienzo. Verlo toca todas las facetas de la creación y de la realidad humana. Si realmente lo vemos ya no contemplaremos declaraciones como “todas las mujeres son iguales”, o “todos los latinos se comportan de igual manera”, o “todos los estadounidenses son lo mismo”. Si realmente conocemos a Jesús lo podemos ver.

Vemos a Jesús en todas las mujeres, eso es un hecho, especialmente en mujeres sufridas, maltratadas con baja autoestima y visión borrosa de quiénes son. Lo vemos en todas las razas, especialmente en aquellos cuyos miembros batallan por ser respetados, tratados con dignidad y luchan contra el racismo. Jesús es parte de los estadounidenses que trabajan por la paz y la justicia en todo el mundo, pero también es parte del “americano feo”, aquellos que se quejan de lo mal que se hacen las cosas en otros países y ven fantasmas de “el enemigo” donde no existen. Simplemente no pueden ver al Cristo por quien realmente es. Lo vemos en los buenos sacerdotes que han servido a la iglesia durante casi dos mil años, visitando a los enfermos, organizando grupos de oración y de estudio bíblico, enterrando a nuestros muertos, presidiendo los sacramentos, predicando, dando guía espiritual y dando esperanza a todos, el tipo de sacerdote del que los medios de comunicación no hablan porque eso no vende periódicos. Y vemos a Jesús en las víctimas de todo tipo de abusos que necesitan ser escuchados y en necesidad de justicia.

Esto es lo que significa para nosotros los católicos ver a Jesús. Encerrarlo en hermosos tabernáculos teológicos o dejarlo en el nivel de un majestuoso altruismo no es suficiente. Abrimos los ojos para conocerlo a él y al mundo que nos rodea no con los ojos del cuerpo, sino con los ojos de la fe. Este llamado es para todos los hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, santos y pecadores. ¡Sólo así veremos a Cristo al partir el pan!

 

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