Padre Claudio Díaz, Jr.

Los benditos de Sunem

martes, agosto 1, 2017

La hospitalidad en el tiempo de Jesús se consideraba un deber sagrado. Cuando una persona viajaba por el desierto, sufriendo las inclemencias de su travesía, era un deber el recibirlo dándole agua, algo de comer y un momento de solaz. La hospitalidad no se percibía como una obligación social o una característica cultural sino como un llamado a servir al prójimo por un mandato de Dios. No se hacían excepciones y en varias ocasiones se extendía la hospitalidad a forasteros, no judíos y personas que no cumplían el perfil tradicional del prójimo.

Cuando somos hospitalarios demostramos quiénes somos a nuestro prójimo y ultimadamente a Dios. Igualmente, demostramos quién es Dios a los demás. Luego entonces, para el creyente la hospitalidad no es una acción privada o individualista. Es de naturaleza pública y universal porque habla de la bonanza de Dios a través de nuestras manos. Detrás de un acto de generosidad hacemos una declaración no de lo que tenemos sino de quién somos. Si la hospitalidad se brinda libremente, sin esperar nada a cambio, los resultados pueden ser de naturaleza copiosa y espontánea generosidad.

En el Antiguo Testamento encontramos el pasaje bíblico de una pareja muy distinguida de la ciudad de Sunem, quien había invitado al profeta Eliseo a su casa para cenar. No simplemente eso, hicieron provisiones para que el profeta tuviera una pieza donde quedarse y descansar cada vez que pasaba por la ciudad. No tenían hijos y seguramente por mucho tiempo anhelaban la presencia de un niño en sus vidas. Los niños se consideraban una bendición. El no tener niños era sancionado culturalmente y se percibía como la desaprobación de Dios hacia aquellos que no cumplían con su deber matrimonial de poblar la tierra. El no tener descendientes se asumía como un signo de mezquindad, lo contrario a la generosidad. Ese era el caso de la pareja de Sunem, seguramente vistos con desconfianza por su inhabilidad de procrear. Pero ellos eran justos, generosos y amables. De la amabilidad de sus corazones extendieron su hospitalidad al profeta Eliseo y de la bonanza de Dios fueron recompensados con el regalo de un hijo.

Para ser generosos tenemos que ser justos. Las escrituras nos urgen a ser justos y correctos, comenzando por colocar nuestras prioridades en orden. Nuestro primer orden de las cosas, nuestra primera razón para actuar debe ser Dios. Nuestro primer amor tiene que ser Dios. De esa relación desarrollamos la capacidad de amar a los demás. Luego entonces, yo seré un buen esposo porque amo a Dios. Yo seré un buen amigo porque amo a Dios. Yo seré una buena hija, buen compañero de trabajo y buen parroquiano porque amo a Dios. No hay competencia entre estos diversos tipos de amor. El amor de Dios es el motor, el recurso fundamental, la fuente y razón primaria para amar. El amor a los demás es el resultado.

Al amar somos generosos. Sin esperar nada, simplemente el bienestar del ser amado, nos estamos dando a los demás. Damos libremente, generosamente y con correcta intención sabiendo que lo que se da bajo estas condiciones nunca se pierde. Por el contrario, Dios en su infinita abundancia da toda clase de bendiciones a aquellos que hemos amado cuando damos nuestro tiempo, cuando damos un consejo o nuestros recursos y simplemente cuando nos damos a los demás. Dios se dio así mismo en la cruz para que todo aquel que creyese tuviese vida eterna. Continuemos dando. Nunca nos cansemos de dar, permitiendo que la generosidad de Dios se manifieste a través de nosotros para los demás.

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