Padre Claudio Díaz Jr.

Historia de las dos Marías

lunes, mayo 1, 2017

María Magdalena no reconoció al Jesús resucitado. En medio de su dolor por haber presenciado la muerte del maestro en la cruz, con su hondo penar y olvidando las promesas del Mesías se olvidó de quién era ella y de quién era el Señor. Abrumada por las circunstancias no pudo ver al Señor, confundiéndolo con el jardinero en el lugar donde lo enterraron. No fue sino hasta que el Maestro pronunció su nombre cuando ella pudo remover el velo de su desdicha y ver que quien la hablaba era el Maestro presente entre los vivos. Ella regresó en sí misma, recordó en donde estaba cimentada su fe, nunca más volvió a tambalear y llevó el mensaje de un Cristo vencedor de la muerte y del pecado. Se dice que cuando los primeros cristianos estaban dando testimonio de Cristo en Roma al César, María Magdalena estaba presente. Cuando el César expresó su incredulidad indicando que la resurrección de Jesús es tan cierta como el que las gallinas pongan huevos rojos, María Magdalena mandó a buscar una canasta de huevos. Sin titubear metió la mano a la canasta y efectivamente sacó un huevo rojo. De ahí la tradición de presentar su icono sosteniendo un huevo rojo y la costumbre de los huevos pintados de Pascua.

Recientemente tocó a la puerta de mi residencia una mujer. Vestido de civil la recibí y ella se dispuso a contarme su tragedia. Y su nombre era María… Llorando me explicó cómo después de varios años de abuso matrimonial, de estar viviendo de casa en casa y traicionada por conocidos en un lugar donde fue a pedir ayuda, le quitaron los hijos. Esta mujer se presentó sin paz, sin sentido de finalidad y según ella sin futuro. No podía ver a Jesús resucitado. ¿Quieres recuperar a tus hijos? ¿Quieres que la paz regrese a tu casa? ¿Quieres que tu vida y tu familia sean consagradas a Dios? Entonces recuerda quién eres. Hija de la luz y de las aguas bautismales. Llamada a ser fiel, a perseverar y a confiar que “si el sol llegara a oscurecer y no brilla más, yo igual confío en el Señor que me va ayudar.” Fue como si alguien le hubiera quitado la venda de sus ojos. Después de nuestra conversación hasta sus facciones cambiaron. Salió decidida, luminosa, con una mente y espíritu claros. La que había visto la luz se convirtió en candil para llevar esa misma luz e iluminar su existencia y la de sus hijos.

La fe es la respuesta a nuestro encuentro con el Señor. Este encuentro debe ser sincero, con trasparencia, humildad y finalmente abandono en las manos de Dios. Nos lleva a mirar a Dios cara a cara y dejarle ver quiénes somos. Aunque Él ya lo sabe, necesitamos hacer este ejercicio de sencillez para que Dios logre su obra permitiéndonos la conversión. Implica el saber y sentir que nada nos puede quitar la paz. La pobreza, los problemas personales, la enfermedad, nuestra condición pecaminosa… ni siquiera la muerte misma tiene la última palabra. Cristo tuvo la última palabra y la manifestó en una resurrección gloriosa. Por eso el decir “¡Aleluya!” Es reconocer a un Cristo que nos amó tanto que dio su vida completamente para que podamos alcanzar la plenitud de nuestra existencia. Está basada en la relación que tengamos con Jesús, que podamos decir “yo conozco a mi salvador”. No buscarlo solamente en las tribulaciones sino morar en su presencia en todo momento. A esto se añade el conocimiento físico y espiritual que tengamos del mundo, del prójimo y de nosotros mismos.

María Magdalena de primera intención no reconoció a Jesús. Pero al escuchar su voz mencionando su nombre lo reconoció y regresó a la raíz de su fe, reconociendo también las promesas cumplidas de Jesús en su resurrección. Nunca regresó a su momentánea incredulidad ni al titubeo de su fe. Al contrario, se convirtió en una evangelizadora, llevando la Buena Nueva de la Resurrección inclusive hasta al emperador. María en mi historia no reconoció que yo era sacerdote. Pero si reconoció a Cristo resucitado en su vida y enfrentó sus desafíos recordando quién era ella; creyente en un Cristo gloriosamente resucitado. Decidida cruzó el umbral de la puerta de su existencia con la determinación de llevarles a los demás lo que había encontrado, a Cristo, empezando por sus hijos, con valor, con esperanza, con fe. Por eso decimos, “¡El Señor resucitó, Aleluya!”

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