Había una vez una Iglesia fundada en la entrada de Dios en la historia humana, que tenía como fin dar a la humanidad un camino a la vida eterna y a la felicidad en su compañía. El Salvador que Dios envió, su Hijo unigénito, no escribió un libro, pero fundó una comunidad, una Iglesia, basada en el testimonio y el ministerio de doce apóstoles. Envió a esta Iglesia el don del Espíritu Santo, el Espíritu del amor entre el Padre y el Hijo, el Espíritu de la verdad que Dios ha revelado acerca de sí mismo y de la humanidad a través de su irrupción en la historia de la pecaminosidad humana. Esta Iglesia, una comunión jerárquica, continuó a través de la historia, viviendo entre los diferentes pueblos y culturas, llena de pecadores, pero siempre guiada en lo esencial de su vida y enseñanza por el Espíritu Santo. Se llamó a sí misma “católica” porque su propósito era predicar una fe universal y una moral universal, que abarcara todos los pueblos y culturas. A menudo este propósito le llevó a entrar en conflicto con las clases dirigentes de muchos países. Pasados cerca de 1800 años de su historia, a menudo tormentosa, esta Iglesia se encontró a sí misma presente en la forma de un grupo muy pequeño en un nuevo país en el este de América del Norte; dicho país se comprometió a respetar todas las religiones, porque su Estado no sería confesional; no intentaría jugar el papel de una religión. Esta Iglesia sabía que estaba lejos de ser socialmente aceptada en este nuevo país. Esto se debía a que una de las razones para establecer dicho país fue la de protestar contra el permiso que había dado el rey de Inglaterra para celebrar públicamente la Misa católica en suelo del Imperio británico, en los recién conquistados territorios católicos de Canadá. El rey había traicionado su juramento de coronación de combatir el catolicismo, definido como “el mayor enemigo de América”, y de proteger el protestantismo, haciendo peligrar la religión pura de los colonos, dándoles así el derecho moral de rebelarse y rechazar su gobierno. A pesar de ello, muchos católicos de las colonias americanas pensaron que su vida podría ser mejor en el nuevo país que bajo un régimen cuya clase dominante los había penalizado y perseguido desde la mitad del siglo XVI. Hicieron suyo este nuevo país y le sirvieron lealmente. La historia social es a menudo conflictiva, pero el Estado básicamente mantuvo su promesa de proteger a todas las religiones y de no convertirse en un rival para ellos, en una iglesia falsa. Hasta hace pocos años. Siempre hubo un elemento cuasi religioso en el credo público del país. Vivió el mito del progreso humano, en el cual había muy poco lugar para la dependencia de la providencia divina. Fue propenso a explotar la religiosidad de la gente común mediante el uso de un lenguaje religioso con el fin de cooptarlos para los objetivos de la clase dominante. Algunas formas de anticatolicismo eran parte de su ADN social. Había alentado a sus ciudadanos a pensar en sí mismos como los creadores de la historia del mundo y como los gestores de la naturaleza, de manera que no fuera necesario consultar ninguna fuente de la verdad, fuera de ellos mismos, para contrastar sus propósitos y deseos colectivos. A pesar de esto nunca, de manera explícita, se había cubierto con el manto de una religión, ni dicho de manera oficial a sus ciudadanos lo que debían pensar de manera personal, ni que “valores” debían personalizar para merecer ser parte del país. Hasta hace pocos años. Durante los últimos años, la sociedad ha aprobado de manera social y legislativa todo tipo de relaciones sexuales que solían considerarse “pecaminosas”. Dado que la visión bíblica de lo que significa ser humano nos dice que no toda amistad o amor puede expresarse en el plano de las relaciones sexuales, la doctrina de la Iglesia sobre estos temas se toma ahora como evidencia de intolerancia de aquello que defiende, e incluso impone, el derecho civil. Lo que antes era una solicitud para vivir y dejar vivir se ha convertido en una exigencia para ser aprobado. La “clase dominante”, aquellos que conforman la opinión pública en la política, en la educación, en las comunicaciones y en el entretenimiento, está utilizando la ley civil para imponer a todos su propia forma de moral. Se nos dice que, incluso en el matrimonio, no hay diferencia entre hombres y mujeres, aunque la naturaleza y nuestros propios cuerpos evidencian claramente que los hombres y las mujeres no son intercambiables a voluntad en la formación de una familia. Sin embargo, se nos advierte que aquellos que no se ajusten a la religión oficial ponen su ciudadanía en peligro. Cuando, en un caso reciente sobre la objeción religiosa a una disposición de la Ley de Cuidado de Salud, se decidió en contra de la religión del Estado, el Huffington Post (30 de junio de 2014) planteó “preocupaciones sobre la compatibilidad entre ser católico y ser un buen ciudadano”. Esta no es la voz de los ‘nativistas’ que fueron los primeros en luchar contra la inmigración católica en la década de 1830. Tampoco es la voz de los que quemaban conventos e iglesias en Boston y Filadelfia una década más tarde. Tampoco es la voz del movimiento Know-Nothing de la década de 1840 y 1850, ni del Ku Klux Klan, que quemó cruces enfrente de las iglesias católicas en el Medio Oeste después de la guerra civil. Es una voz más sofisticada que la de la Asociación Protectora de Estados Unidos, cuyos miembros prometieron nunca votar por un católico para un cargo público. Se trata, más bien, de la voz supuestamente justa de algunos miembros del establishment estadounidense actual, quienes se consideran “progresistas” y “iluminados”. El resultado inevitable es una crisis de fe para muchos católicos. A lo largo de la historia, cuando los católicos y otros creyentes en la religión revelada se han visto obligados a elegir entre ser enseñados por Dios o ser instruidos por los políticos, los profesores, los editores de los principales periódicos y los artistas, muchos han optado por acoplarse a los poderes fácticos. Esto hace que se reduzca la gran tensión que esto provoca en sus vidas, aunque también trae consigo la adoración de un dios falso. No hace falta valor moral para cumplir con el gobierno y la presión social. Se necesita una fe profunda para “nadar contra la corriente”; así lo dijo el Papa Francisco a los jóvenes durante Jornada Mundial de la Juventud del pasado verano. Nadar contra corriente significa limitar el acceso que uno tiene a posiciones de prestigio y poder en la sociedad. Esto significa que aquellos que eligen vivir por la fe católica no serán acogidos como candidatos políticos para una oficina nacional, no se sentarán en los consejos editoriales de los principales periódicos, no se sentirán en casa en la mayoría de los cuerpos académicos de las universidades, no tendrán una carrera exitosa como actores y animadores. Tampoco lo serán sus hijos, quienes también serán sospechosos. Puesto que todas las instituciones públicas, sin importar quién las posee o las opera, serán agentes del gobierno y conformarán sus actividades a las exigencias de la religión oficial, la práctica de la medicina y del derecho se hará más difícil para los fieles católicos. Esto ya ha provocado, en algunos estados, que quienes tienen empresas deben moldear sus actividades a lo que dicta la religión oficial, o ser multados, como los cristianos y los judíos son multados por su religión en los países que se rigen por la ley Sharia. Un lector de la historia de dos iglesias, un observador externo, podría notar que la ley civil estadounidense ha hecho mucho para debilitar y destruir lo que es la unidad básica de toda sociedad humana, la familia. Con el debilitamiento de las restricciones internas que predica una vida familiar saludable, el Estado tendrá que imponer más y más restricciones externas sobre las actividades de cada uno. Un observador externo podría también señalar que la imposición de cualquier cosa que actualmente deseen los proponentes de la religión oficial a todos los ciudadanos e incluso en el mundo en general, inevitablemente, genera resentimiento. Un observador externo podría señalar que la clase social juega un papel importante en la determinación de los principios de la religión oficial del Estado. El “matrimonio del mismo sexo”, a manera de ejemplo, no es un problema para los pobres o los marginados de la sociedad. ¿Cómo termina esta historia? No lo sabemos. La situación actual es, por supuesto, mucho más compleja que un argumento para un cuento, y hay muchos actores y personajes, incluso entre la clase dominante, que no quieren que su amado país se transforme en una iglesia falsa. Sería un error perder la esperanza, ya que hay muchas personas buenas y fieles. Los católicos saben, con la certeza de la fe, que cuando Cristo regrese en gloria para juzgar a vivos y muertos, la Iglesia, de alguna forma reconocible, a la vez católica y apostólica, estará allí para reunirse con él. No existe semejante garantía divina para ningún país, cultura o sociedad de este o de cualquier otro periodo histórico.