Los últimos papas con frecuencia nos han recordado a todos que estamos llamados a predicar el Evangelio por todas partes. La manera en que ahora se le nombra a esto es “Nueva Evangelización”. Decirle al mundo quién es Cristo ha sido la misión de la Iglesia desde hace dos mil años. Y continuará siendo su misión hasta que Cristo regrese en Gloria, a juzgar a vivos y muertos. Ahora el Papa Francisco aporta una nueva nota a esta proclamación del Evangelio: alegría. Ha escrito la famosa frase de que aquel que habla de Cristo a los demás, no debe verse como alguien que acaba de regresar de un funeral. La alegría es un signo de la presencia del Cristo resucitado, el Cristo que proclamamos en diversas formas, pensando siempre en cómo presentarlo para que las personas tengan la oportunidad de escucharlo y obedecerlo. El Evangelio, que significa Buenas Nuevas, trae alegría. Las Buenas Nuevas que Cristo quiere vivir en unión con nosotros, aquí y siempre, traen alegría duradera. La alegría del Evangelio necesita ser compartida con todos aquellos por quienes murió Jesús con el fin de salvarlos. Evangelizamos por nuestro propio bien, porque somos discípulos de Jesucristo en su cuerpo, la Iglesia. Evangelizamos en nombre de aquellos que todavía no conocen a Jesucristo, que lo conciben como un héroe muerto o un modelo de conducta ética o un maestro esotérico en lugar de un salvador a quien necesitan conocer para que sus pecados sean perdonados. La alegría no se puede encontrar en la mentira. Un Jesús inventado por nosotros mismos no puede salvar. El verdadero Jesús ha resucitado de entre los muertos. Libre de todas las limitaciones, actúa ahora a través de los sacramentos de la Iglesia. Esta es la conexión entre evangelización y Eucaristía. Nosotros predicamos a un Cristo Eucarístico. Santa María Magdalena, cuya fiesta celebramos el 22 de julio, aprendió rápidamente del propio Cristo resucitado, que ahora estaba transformado por su sufrimiento, muerte y resurrección. No podía relacionarse con ella como lo había hecho antes de su muerte. A diferencia de Santa María Magdalena, ninguno de nosotros conoció a Jesús antes de su muerte. Nuestro único encuentro lo tenemos con el Cristo resucitado, pero también tenemos que tomar tiempo para aprender a conocer y amar a alguien que es uno de nosotros y sin embargo, trasciende ahora toda época y cultura. El Papa Francisco ha dicho que él termina su día con una oración ante el Santísimo Sacramento. A veces se queda dormido, pero incluso dormido está en la presencia del Señor. El Papa San Juan Pablo II pasó muchas horas ante el Santísimo Sacramento, rezando por su pueblo, pensando y escribiendo y, sobre todo, adorando. Ante el Santísimo Sacramento, nos encontramos con el Señor resucitado, ahora realmente presente bajo la forma de pan y vino. El cuerpo del Señor resucitado no está confinado por los límites del espacio y del tiempo, ni está sujeto a las leyes de la física que nos hablan únicamente acerca de un universo caído. El Cristo resucitado vive en la eternidad, pero está presente para nosotros en el tiempo a través de los sacramentos. El Evangelio no es simplemente un “mensaje”. Es una presencia, una presencia que atrae e invita y nos lleva a estar en unión con Dios. Por lo tanto, la evangelización comienza con la oración, tanto personal como comunitaria. De la oración, el evangelizador, unido a Cristo y a su Iglesia, se traslada a las calles y a los espacios que necesitan ser redimidos, poniéndose en contacto con aquellos a quienes Cristo ama y espera. El salir va a ser difícil. Vivimos con aquellos que se resisten activamente a la conversión, quienes son parte de una “campaña antievangelizadora”. El Papa San Juan Pablo II escribió en sus memorias, Cruzando el umbral de la Esperanza: “Si de hecho, por un lado, en él están presentes el Evangelio y la evangelización, por el otro hay una poderosa antievangelización, que dispone de medios y de programas, y se opone con gran fuerza al Evangelio y a la evangelización”. Solos, cada uno de nosotros seremos superados por las distracciones y oposiciones del día. Juntos, como la Iglesia de Cristo, reunidos en parroquias y en otras comunidades, vamos a ser efectivos en ofrecer hospitalidad humana en el nombre de Cristo. Esto, oramos por ello, finalmente da lugar a la hospitalidad Eucarística, la plena comunión en la fe que nos une a nuestro Señor Eucarístico. Doy gracias a todos aquellos, quienes son muchos, que han llegado a un entendimiento más profundo de la misión de la Iglesia en los últimos años y que han participado en diversas iniciativas evangelizadoras. Doy las gracias a todos aquellos que han establecido en muchas de nuestras parroquias la práctica de la adoración Eucarística, oportunidades donde los creyentes sin duda pueden encontrar al Señor y disfrutar en su alegría. Unidos en la oración, podemos estar seguros de que el Señor bendice nuestros esfuerzos y nos invita a diario a una unión más perfecta con él. Que Dios los bendiga.