Cardenal Francis George, O.M.I.

"Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos..."

jueves, octubre 31, 2013

El 10 de octubre de 2013 fue el segundo centenario del nacimiento del gran compositor italiano de ópera, Giuseppe Verdi. El Coro y Orquesta Sinfónica de Chicago presentaron ese día la interpretación de Riccardo Muti de la Misa de Réquiem de Verdi, su última gran obra. Muti, el director musical de la Orquesta Sinfónica de Chicago, es el intérprete de Verdi más importante de esta generación. La actuación del 10 de octubre fue una prueba tanto del genio de Verdi y de Muti, como de la gran maestría musical del Coro y Orquesta Sinfónica de Chicago. Para los privilegiados que pudimos asistir al concierto, fue un evento para recordar y atesorar.

Cada vez que escucho una Misa de réquiem de un gran compositor escucho, en el fondo de mi memoria, las Misas de réquiem cantadas que presenciaron todos los asistentes a las Misas diarias que se dieron previas al Concilio Vaticano II. En la escuela primaria cantamos esa Misa día tras día mientras el sacerdote, con vestiduras negras, oraba por los fieles difuntos. Ahora podemos recordar a los muertos en la celebración de las Misas que siguen el calendario litúrgico regular de los días festivos de los santos y de los días regulares, con sus lecturas ampliadas de las Sagradas Escrituras. Esto nos permite vivir con los santos en una mayor intimidad y respetar el ritmo del año de la gracia de la Iglesia en el ciclo litúrgico. Sin embargo, las palabras y la música de la Misa de réquiem en latín permanecen en mi memoria. Me recuerdan no sólo los días de escuela primaria, que hace tanto tiempo se fueron, sino también nuestro destino en la vida eterna que aún está por venir.

La parte más espectacular del Réquiem de Verdi es su interpretación musical de la “secuencia” de la Misa de réquiem, el largo poema sobre el juicio final, cantado poco antes que se proclame el Evangelio. Muchos compositores han puesto música a este Dies irae (*), a menudo citando las notas introductorias, todavía familiares, de la melodía del cántico. El cántico siempre fluye de manera uniforme, permitiendo que la fuerza dramática de las palabras comuniquen su impacto al creyente; la música de Verdi, por el contrario, conduce hasta nuestra vida interior versos que son, al mismo tiempo, terribles y consoladores.

Los dos primeros versículos presentan el día del juicio como un evento aterrador:

 

Día de la ira, aquel día
en que los siglos se reduzcan a cenizas;
como testigos el rey David y la Sibila.

 

¡Cuánto terror habrá en el futuro
cuando el juez haya de venir
a juzgar todo estrictamente.

 

Otros versos consuelan:

 

Acuérdate, piadoso Jesús,
de soy la causa de tu calvario;
no me pierdas en este día.

 

Buscándome, te sentaste agotado,
me redimiste sufriendo en la cruz;
que no sean vanos tantos trabajos.

 

La representación del Juicio Final de Miguel Ángel cubre la pared del fondo de la Capilla Sixtina y los cardenales que eligieron al Papa Francisco hace más de seis meses lo tuvieron todo el tiempo ante sus ojos, recordándonos de las consecuencias eternas de nuestra decisión. Representar el Juicio Final en términos musicales sirve para el mismo propósito. Llevar esta convicción de nuestra fe a la celebración de la Eucaristía, el 2 de noviembre, la fiesta de Todos los Santos, incorpora el Juicio Final en el sacrificio que trae el perdón antes del juicio. Al recibir la Eucaristía, encontramos al juez que quiere perdonar.

El propósito de la misa funeral no es para “celebrar” la vida de una persona que murió recientemente; es para incorporar la vida, la muerte y la esperanza en la resurrección de esa persona en la vida, la muerte y la resurrección de Cristo, nuestro Redentor. Ya no cantamos el Dies irae en las Misas de difuntos; pero cada vez que recitamos el Credo recordamos, para nosotros mismos, el Juicio Final, del mismo modo que lo hacemos en la misma oración del Señor, cuando decimos “Venga tu reino”.

Oramos por los difuntos en cada Misa, para que puedan entrar en la vida eterna, finalmente purificados, en purgatorio, de los efectos de sus pecados ya perdonados. La muerte sigue siendo una de esas consecuencias o efectos del pecado, a pesar de que Cristo ciertamente ha redimido al mundo. Por tanto, es un gran acto de caridad orar por los muertos, y un descuido de nuestro deber al prójimo cuando no oramos por ellos. El 2 de noviembre, toda la Iglesia ora por los muertos en una liturgia que reúne el pecado y la redención, el juicio y la vida eterna. En esa celebración, los vivos y los muertos se unen en la vida de gracia aquí y en la gloria en el más allá.

El Dies irae concluye con gran realismo y anticipación:

 

Mis plegarias no son dignas,
pero tú, al ser bueno, actúa con bondad p
ara que no arda en el fuego eterno.

 

Colócame entre tu rebaño
y sepárame de los machos cabríos situándome
a tu derecha.

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