Cardenal Francis George, O.M.I.

¿Por qué Dios no ama a todos por igual?

lunes, febrero 28, 2011

El 1° de mayo de 2011, el Papa Benedicto XVI declarará que su predecesor como Obispo de Roma y pastor universal, el Papa Juan Pablo II, es un “beato” (un bienaventurado). Esto significa que podemos creer que el Papa Juan Pablo II vive con el Señor en el paraíso y le podemos orar de manera pública. No es una acción tan definitiva como una canonización, gracias a la cual alguien puede ser llamado un santo, pero no deja de ser un acontecimiento importante en la historia de la santidad en la Iglesia. Una peregrinación, patrocinada por el periódico polaco mensual de la Arquidiócesis, Katolik, irá a Roma para la ceremonia de beatificación.

El proceso de beatificación es un procedimiento público y, en el caso del Papa Juan Pablo II, todos los pasos fueron seguidos con la salvedad de que se permitió que su “causa” de beatificación comenzara casi inmediatamente después de su muerte. Normalmente, deben pasar cinco años después de la muerte de una persona antes de que una causa pueda ser introducida. Sin embargo, una vez introducida, el proceso se asemeja a la elaboración y defensa de una tesis histórica en la que se somete toda la vida del santo propuesto a un escrutinio para ver si él, o ella, practicó virtudes sobrenaturales y naturales a un grado heroico. Esta investigación toma tiempo, aún cuando una vida tan pública como fue la del Papa tiene como consecuencia que las fuentes y las pruebas estén totalmente disponibles.

El segundo elemento importante en el proceso es la verificación de un milagro, una ocasión de intervención sobrenatural que no se puede explicar en términos naturales. El procedimiento es el siguiente: un milagro propuesto, que suele ser una cura médica inexplicable y repentina, se presenta, en primer lugar, a un panel de doctores y científicos; posteriormente se presenta el mismo caso a un segundo grupo compuesto por teólogos. El primer panel examina la cuestión de si las causas naturales pueden explicar una cura; el segundo panel revisa si las señales de la causalidad sobrenatural pueden estar presentes. La curación milagrosa en esta causa fue una curación repentina de un paciente que sufre de la enfermedad de Parkinson, una enfermedad que también aquejó al Papa Juan Pablo II.

El Papa Juan Pablo II tuvo fama de santidad durante su vida. Al hablar con él, a menudo tuve la sensación de que también se encontraba hablando con el Señor, en una conversación interior que era el fundamento de todo lo que decía y hacía. Su sentido de que la providencia divina intervenía en la historia fue evidente, del mismo modo que lo fue su profundo amor por el Cristo que proclamó por todo el mundo y por la madre de Cristo, la Santísima Virgen María.

Un santo vive en una intimidad amorosa con Dios, quien a su vez, crea ese amor en el santo, amándolo primero a él o a ella. Puesto que hay santos grandes y santos pequeños, Dios no ama a todos por igual. No importa que no sepamos las razones por las cuales Dios ama a unos más que otros, sin embargo el reconocimiento de esta diferencia refuerza nuestra convicción de que cada persona es única y desafía cualquier afirmación de que todos son iguales, excepto antes de los principios abstractos de la ley. La vida, sin embargo, no es un diálogo con los principios jurídicos. En la vida, las diferencias abundan en nuestras relaciones con Dios y con otras personas. Las diferencias entre los dos sexos, entre diferentes razas y culturas, en las historias personales y el deseo, hacen la vida más rica. Si las ignoramos, corremos el riesgo de vivir sólo con ideas, divorciados de la gente real. Nos convertimos en ideólogos de la “igualdad”.

No importa si Dios ama a cada uno de nosotros de manera diferente y desigual, lo importante es que nos ama a todos. Pensando en la santidad, tenemos que preguntarnos también acerca de nuestro amor a Dios. ¿Amamos todos a Dios por igual? Obviamente no, pero ¿por qué no? Supongo que hay tantas respuestas como hay seres humanos, pero hay dos razones para no amar a Dios, o al menos no a amarlo como él quiere ser amado, que me vienen a la mente.

En primer lugar, tal vez nuestra intimidad con Dios se ve obstaculizada por el miedo, sobre todo por el miedo al castigo. Tendemos a evitar a aquellos a quienes tememos; ignoramos a aquellos que nos pueden hacer preguntas embarazosas, incluyendo a Dios. Este ha sido el patrón de la interacción humana con Dios desde que Adán y Eva se escondieron de él después de su desobediencia en el jardín. Es posible que, en segundo lugar, nos resistamos a la intimidad con Dios porque nos molesta perder nuestra autonomía, nuestra imaginada autosuficiencia. Amar a otro significa que él o ella tienen entrada en nuestra vida. Amar a Dios significa que Él dirija nuestra vida de maneras tales que en ocasiones no nos importará ir. Es mejor mantener la distancia, amar lo suficiente para estar seguro, pero no estamos habituados a considerar lo que Dios quiere de cada uno de nuestros pensamientos y acciones. El factor que produce grandes santos, sin embargo, es el deseo de agradar a Dios en cada detalle de sus vidas.

Las personas que son santos, ya sea o no reconocidos públicamente por la Iglesia como santos, evitan que este mundo se convierta en un infierno. Ellos son el regalo más grande para la raza humana en todas las épocas. Una vida santa es también un regalo a los propios santos. Debemos rezar por esto. Con la beatificación del Papa Juan Pablo II, podemos pedir, mediante su intercesión, la gracia de ser santos nosotros mismos.

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