Cardenal Francis George, O.M.I.

Objetividad sacramental en un mundo

lunes, mayo 31, 2010

Cuando Jesús ascendió al cielo y desapareció de la vista de sus apóstoles, no los abandonó, ni a nosotros. Su partida dejó espacio para el Espíritu que él se comprometió a enviar, un Espíritu que trabajaría en silencio desde el interior para preservar la unidad de la Iglesia con su Señor. La partida de Jesús también se vio atenuada porque sus acciones siguen estando visibles en los sacramentos de la Iglesia.

El Papa San León Magno (440-461), al predicar en el siglo posterior al final de la persecución de los cristianos por el Imperio Romano, en un momento en que el Imperio se estaba derrumbando en el oeste, afirmó: “La presencia visible de Nuestro Redentor ha pasado a los sacramentos. Nuestra fe es más noble y más fuerte porque la vista ha sido sustituida por una doctrina cuya autoridad es aceptada por corazones creyentes, iluminados desde lo alto. Esta fe se incrementó gracias a la ascensión del Señor y se vio fortalecida por el don del Espíritu; no la podría alterar cadenas ni encarcelamiento, ni el exilio ni el hambre, ni el fuego o las bestias rapaces, ni las torturas más refinadas jamás ideadas por los perseguidores más brutales. En todo el mundo tantas mujeres como hombres, niñas igual que niños, han dado la sangre de su vida en la lucha por esta fe. Es una fe que ha expulsado a los demonios, sanado a los enfermos y resucitado a los muertos”.

Sin fe, los sacramentos se reducen a ritos realizados por la Iglesia; con la fe, los sacramentos son reconocidos como acciones del Señor resucitado, sentado ahora a la diestra del Padre hasta que regrese en gloria para juzgar a vivos y a muertos. Juzgar es distinguir el bien del mal, lo que es salvo de lo que está condenado. El juicio de Cristo no es una decisión extrínseca, como las hechas por los jueces humanos; a la luz del regreso de Cristo en gloria, todos verán donde pertenecen por la eternidad, las fuerzas que dieron forma a la historia humana se pondrán de manifiesto y la justicia será totalmente una con el amor. Vamos a amar u odiar al Señor por siempre, cuando finalmente sea revelado como el eterno signo de la contradicción.

Durante su ministerio público, Jesús hizo juicios. Los pecadores que lo conocieron y reconocieron sus pecados fueron recibidos con misericordia y les otorgó su amistad. Aquellos que no estuvieron de acuerdo con lo que predicaba y que lo rechazaron, a él y a su misión, fueron condenados en términos muy claros, con un lamento y un dolor nacidos del amor. La Iglesia es tan incluyente como Jesús, porque enseña lo que él predicó y asume, con su autoridad, la misión que Jesús confió a los apóstoles cuando ascendió al Padre. Las cartas del Nuevo Testamento de los Santos Pedro y Pablo, de Santiago y Juan, están llenas de juicios, acompañados tanto de ánimo como de condena.

Una religión fundada en la revelación divina tiene la capacidad y la obligación de juzgar tanto las acciones como las personas, como lo hizo Jesús. Una religión que depende sólo de la experiencia subjetiva no tiene criterios objetivos para juzgar. Gran parte de la tensión que existe entre la enseñanza de la Iglesia y la experiencia subjetiva en el catolicismo de hoy se encuentra alrededor de cuestiones morales; pero otra parte también se encuentra en el desacuerdo acerca de la naturaleza de los sacramentos. Si los sacramentos son acciones del Señor resucitado, entonces su naturaleza esencial está dada y no puede ser cambiada, ni siquiera por los sacerdotes y obispos.

Cristo perdona y santifica cuando alguien es bautizado; pero la Iglesia entiende que Cristo actúa sólo cuando la aquella actúa con la intención que él tiene, cuando el agua se vierte con la fórmula de fe que nos dejó. Si yo u otro ministro de bautismo vertiera vino o pétalos de rosas en lugar de agua sobre la cabeza de un catecúmeno, Cristo no actuaría; no sucedería nada sacramental. Si yo mencionara las palabras de la consagración eucarística utilizando una tarta de arroz o de harina de maíz en lugar de pan de trigo, Cristo no consagraría el asunto, no sucedería nada sacramental. Para los sacramentos sociales, las personas importan. El matrimonio sólo es posible entre un hombre y una mujer; una ordenación sacerdotal se realiza únicamente si el sacerdote designado es un hombre. Estas no son normas litúrgicas o eclesiásticas; más bien son condiciones para la sacramentalidad, para que se lleve a cabo la acción del Señor resucitado. Cambiarlas es traicionar al Señor.

La Iglesia tiene sus propias reglas que rigen los actos rituales con el fin de proteger la naturaleza de los sacramentos. El hacer una genuflexión o reverencia ante el Santísimo Sacramento presupone la creencia de la presencia real de Cristo en el pan y el vino consagrados. Sin tales acciones exteriores comunes, nuestra fe personal puede verse debilitada o erosionada. Del mismo modo, las normas para preservar la naturaleza de la Eucaristía como sacramento de unidad se oponen a utilizar la recepción de la Sagrada Comunión como un momento para la protesta pública. La organización Rainbow Sash intentó manipular la Eucaristía para sus propios fines hace algunos años y podría tratar de hacerlo de nuevo. Incluso dando por buenas sus intenciones subjetivas, como fue el caso de aquellos que interrumpieron la Misa de Pascua hace dos años con el fin de protestar contra la guerra de Irak y Afganistán, tales acciones son contrarias a la naturaleza del sacramento y merecen ser condenadas.

Los que murieron por la fe católica durante siglos no se sacrificaron por sus propias ideas o causas subjetivas. Murieron porque, en la Iglesia, habían realmente encontrado a un Señor que los convirtió para seguir sus caminos y que les había dado una paz tan profunda que ninguna amenaza podía disiparla. Mil setecientos años después de las persecuciones romanas, los fieles católicos deben poder adorar a Dios en paz, con respeto por la naturaleza de los sacramentos y por “la fe que nos viene de los apóstoles” (Plegaria Eucarística I). La capacidad personal para sostener las verdades objetivas de la fe es un don del Espíritu Santo, por cuya venida en poder sobre nosotros y sobre los demás oramos esta semana. Que Dios los bendiga.

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