Cardenal Francis George, O.M.I.

Jesús en la vida pública

domingo, febrero 28, 2010

La Cuaresma inicia con la historia de Jesús siendo tentado al pasar de una vida tranquila en su hogar de Nazaret, a una vida pública en Galilea y Judea y, posteriormente en la propia Jerusalén (Lucas 4:1-13). En la tentación, la propia vida está en la línea: la elección está entre hacer el bien o hacer mal, servir a Dios o al diablo. La elección correcta conduce a la vida, la elección equivocada lleva a la muerte. En la tentación, la completa dependencia de uno con Dios se aclara, porque no podemos luchar solos contra el demonio. Si estamos solos, perderemos. Cuando somos tentados sólo mediante un llamado al Señor podremos salir airosos de la tentación, unidos con él.

En el Evangelio, Jesús fue tentado a hacer algo malo, a cooperar con el diablo, por una buena causa, llevar con éxito su mensaje a todo el mundo. El diablo es inteligente y decirle a la gente buena que puede hacer cosas buenas ahorrándose ciertas penurias es una antigua maniobra diabólica. No funcionó con Jesús. Salió de esa tentación con la idea que tenía sobre la voluntad de su Padre para él, intacta. Aceptó su misión, predicó, hizo milagros, formó una comunidad de discípulos, fue a su muerte en el Calvario y resucitó de entre los muertos, todo de acuerdo a la voluntad del Padre y por nuestra salvación.

La Cuaresma es una temporada en la que, de manera deliberada, ponemos nuestra vida en la línea a fin de fortalecernos contra el diablo y sus tentaciones. Cuando ayunamos, ponemos nuestra vida en la línea sacrificando parte de los alimentos que necesitamos para vivir. Cuando oramos, ponemos nuestra vida en la línea al pasar con Dios tiempo que de otro modo podríamos utilizar para nuestros propios fines. Cuando damos limosna, ponemos nuestra vida en la línea dando a los pobres parte de la riqueza que hemos ganado con nuestro trabajo. Alimento, tiempo, dinero son sustitutos de nosotros mismos; cuando los sacrificamos, estamos, en cierto sentido, poniéndonos en peligro, haciéndonos vulnerables, confiando en que Dios nos dará lo que necesitamos en esta vida y en la siguiente.

Jesús no jugó con el diablo cuando éste lo tentó. Reconoció el mal, lo nombró y lo desterró. A veces, cuando la gente pregunta lo que haría Jesús, se engañan a sí mismos al pensar que él aceptaría el mal como producto de la compasión por personas que son tentadas o se sienten ellas mismas víctimas. Jesús fue ciertamente compasivo, con un amor más allá de nuestra comprensión. Pero no cooperó con el mal; murió para salvarnos de él.

De la misma manera que Jesús, la Iglesia, que es su Cuerpo, tiene tanto una vida privada como una vida pública. La Iglesia vive tranquila cuando sus miembros comprenden su fe, la practican juntos, adorando a Dios y trabajando para transformar el mundo según los designios del Señor, mientras esperan encontrarse con Dios en la muerte y cuando vuelva en gloria. Puesto que aquellos que viven en Cristo también viven en el mundo, la Iglesia es socia con otros en la vida pública de toda sociedad en la que es libre de ser ella misma. La Iglesia nunca encaja perfectamente en toda sociedad, de la misma manera que Jesús no encajó perfectamente en la suya. A menudo su enseñanza a menudo desafía lo que es malo, incluso cuando señala el camino a lo que es bueno. Algunos católicos quieren que la Iglesia se ajuste perfectamente a la sociedad; otros católicos quieren que la Iglesia se retire de la sociedad a fin de preservar su integridad.

La Iglesia no hace ninguna de las dos cosas. La Iglesia hace lo que hizo Jesús: predicar públicamente la verdad sobre Dios y nuestra relación con él, invitar a todos a seguirle en su Iglesia y participar en los debates públicos que establecen el bien común en todas las sociedades. Al igual que la vida pública de Jesús, la vida pública de la Iglesia es a menudo conflictiva. Algunos no sólo rechazan sus enseñanzas, sino que les molestan. Otros no sólo rechazan a sus predicadores, sino que hacen lo posible por aislarlos o encontrar maneras para castigarlos.

Uno de los desafíos de vivir como católicos en una sociedad pluralista es encontrar aliados con quienes cooperar en la transformación de la sociedad para que sea un poco más como el Reino de Dios predicado por Jesús. Los aliados en un tema no son necesariamente aliados en otro. Aquellos con quienes podemos trabajar para obtener ayuda para los padres de niños de escuelas católicas quizá no sean las mismas personas con quienes podemos trabajar las cuestiones de pro-vida. Los que quieren hacer frente a las injusticias de nuestro sistema de inmigración actual quizá no se convenzan de que el matrimonio sólo puede ser entre un hombre y una mujer.

Dado el carácter tan negativo del discurso público y la vida pública en este momento, es más fácil encontrar enemigos de lo que es encontrar aliados. Algunos enemigos recurren a fomentar el odio, incluso dentro de la Iglesia. Otros están comenzando a patrocinar tácticas fascistas, tomando la calle y alimentando el odio a la Iglesia en nombre de la tolerancia. La Iglesia lo ha visto todo antes, pero no lo habíamos visto tan claramente en este país en los últimos cincuenta años. El desafío es siempre decir la verdad con amor, tanto en privado como en público.

La verdad fundamental del Evangelio es que la auto-justicia es el único pecado que no puede ser perdonado. Jesús murió y resucitó para hacernos justos, relacionados de una manera justa con su Padre y con el nuestro. Aquellos que se autoproclaman justos no necesitan a Jesús porque no necesitan un salvador. Viven bajo sus propios términos. La Cuaresma no es para ellos.

Para aquellos de nosotros que reconocemos que somos pecadores y necesitamos la salvación que Cristo ganó para nosotros, la Cuaresma es un tiempo de tentaciones. Entramos de buena gana y con alegría, porque en la tentación encontramos la gracia de Cristo. Los que se queden con la disciplina de la Cuaresma en las siguientes semanas aprenderán a confiar en Cristo de una manera más profunda cuando enfrenten tanto las necesidades particulares como los asuntos públicos. Crecerán en el amor de Cristo y de todos aquellos por quienes él murió para que encontraran la salvación.  

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