Cardenal Francis George, O.M.I.

Conferencia de Obispos en Baltimore

lunes, noviembre 30, 2009

El siguiente texto es el Discurso Presidencial pronunciado por el Cardenal George el 16 de noviembre de 2009 ante la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos para dar inicio a su reunión general de otoño, llevada a cabo en Baltimore, MD.

Mis queridos hermanos obispos:

El Año Sacerdotal, proclamado por nuestro Santo Padre, Papa Benedicto XVI, tiene como objetivo renovar en los sacerdotes ordenados un sentido de vocación sagrada que es suya en la Iglesia, llevándolos a tener más confianza en la gracia que les fue otorgada con la imposición de las manos (1 Timoteo 4:14). Es también una oportunidad para que toda la Iglesia dé gracias a Dios por esta gracia, la cual se otorga a aquellos que son llamados a recibir las Órdenes Sagradas, en aras de la salvación de los demás. La designación de este año sacerdotal ya ha hecho que algunos de los fieles agradezcan a sus sacerdotes por su vida de sacrificio para el pueblo de Cristo. Los obispos, que pastoreamos nuestras Iglesias con, y mediante nuestros sacerdotes, nos sumamos sin reservas a ese sentimiento de gratitud.

El Papa Benedicto XVI, en una reciente homilía, habló del “carácter sacerdotal” que tiene la Iglesia, explicando que la categoría que posee el sacerdocio es ser “una clave de interpretación del misterio de Cristo, y en consecuencia de la Iglesia... el sacerdocio de Jesucristo —este es un aspecto decisivo — ya no es principalmente ritual, sino existencial”, predicó el Papa; el sacerdocio ordenado afecta todas las dimensiones de la vida de la Iglesia. Ordenados con el fin de que el comando de Cristo sobre su Iglesia pueda ser visible, de tal manera que los bautizados sepan dónde tienen que reunirse si quieren ser uno en Cristo de manera visible, los sacerdotes están llamados a profundidades cada vez mayores de caridad pastoral por las exigencias de su ministerio. Para apreciar las diversas dimensiones que tiene el ministerio sacerdotal, resulta útil considerar lo que sería la Iglesia Católica sin el sacramento de las Órdenes Sagradas.

El sacerdote enseña al pueblo en nombre de Cristo y con su autoridad. Sin sacerdotes ordenados, el ministerio del adoctrinamiento recaería principalmente sobre los profesores, cuya obligación es en primer lugar buscar la verdad en el marco de su propia disciplina académica y cuya autoridad para enseñar deriva de su experiencia profesional.

El sacerdote gobierna al pueblo en nombre de Cristo, en ejercicio de la autoridad de Cristo, en colaboración con los obispos. Sin sacerdotes ordenados, las únicas instancias de gobierno real en cualquier sociedad serían las de los líderes civiles y políticos. Su autoridad proviene de Dios mediante el pueblo al que han jurado servir; sin embargo, en el catolicismo, el reinado secular no confiere autoridad religiosa y un gobierno civil no tiene derecho de privar a la Iglesia de la libertad para gobernarse por sus propias leyes y con su propios líderes.

El sacerdote aconseja a la gente para que vea la mano de Dios dirigiendo los asuntos humanos, haciendo uso del discernimiento de los espíritus para gobernar las almas y para liberar a las personas de lo que los oprime. Sin sacerdotes ordenados, esta orientación pasa a manos de los terapeutas, dedicados a sus clientes y calificados en el examen de la dinámica de la personalidad humana, pero que no toman en cuenta la influencia de la gracia de Dios.

El sacerdote dirige a su pueblo en el culto, haciendo posible la presencia real de Cristo, la cabeza de su Iglesia, bajo la forma sacramental del pan y del vino. Sin sacerdotes ordenados, la Iglesia se vería privada de la Eucaristía y su culto se centraría sólo en la alabanza y en la acción de gracias, quedando la petición y la expiación abierta a todos, por razón del bautismo.

Sin sacerdotes ordenados que amen y gobiernen a su pueblo en nombre de Cristo y con su autoridad, la Iglesia no estaría conectada a Jesucristo, el gran sumo sacerdote, como Cristo quiere que estemos unidos a él. Sin sacerdotes ordenados, la Iglesia sería una asociación espiritual, una comunidad de fe, pero no plenamente el Cuerpo de Cristo.

Durante este Año Sacerdotal, los obispos estamos llamados a reflexionar sobre la relación que tenemos con nuestros sacerdotes, con el fin de ayudarles a crecer en santidad, de profundizar nuestra fraternidad con ellos, de reunirlos con nosotros en torno a Jesucristo. Estamos llamados también a examinar el ministerio que es propiamente nuestro en razón de la plenitud del sacerdocio que nos fue conferido en la ordenación episcopal. Para nosotros, los obispos, reunidos en esta Conferencia, establecida por la Santa Sede a fin de fortalecer nuestra unidad con el Santo Padre y entre nosotros, las palabras de San Ignacio de Antioquía hablan, a lo largo de mil novecientos años, de las relaciones que constituyen nuestra propia participación en el sacramento de las Órdenes Sagradas y en el gobierno de la Iglesia. En su camino hacia el martirio en Roma, Ignacio escribió a los de Filadelfia: “Porque todos los que pertenecen a Dios y Jesucristo están con el obispo y todos los que se arrepienten y vuelven a la unidad de la Iglesia también le pertenecen a Dios, para que vivan según Jesucristo”. Y de nuevo, en su carta a los cristianos de Tralles: “La sumisión a su obispo, quien se encuentra en el lugar de Jesucristo, me muestra que no viven como los hombres suelen hacerlo, sino en la manera de Jesús mismo, que murió por nosotros para que ustedes pueda escapar de la muerte gracias a la creencia en su muerte. Así, una cosa es necesaria... que no hagan nada sin su obispo...”.

Si lo anterior no representa el concepto universalmente aceptado de la comunión católica, los obispos debemos buscar las maneras de fortalecer la unidad de la Iglesia. Las relaciones no hablan primero del control, sino del amor. Si hay una relajación de la relación entre nosotros y aquellos a quienes Cristo nos ha dado para regir en el amor, es nuestra obligación acercarnos y volver a establecer las conexiones necesarias para que todos puedan permanecer en comunión. Como ustedes saben, recientemente hemos comenzado a debatir cómo podemos fortalecer nuestra relación con las universidades católicas, con los medios que reclaman el derecho de ser una voz en la Iglesia y con las organizaciones que dirigen varias obras bajo auspicio católico. Puesto que todo y todos en la comunión católica está verdaderamente interrelacionado y el nexo visible de estas relaciones es el obispo, la insistencia en la independencia total del obispo hace que una persona o institución sea sectaria, alejándola de ser totalmente católica. Por lo tanto, el propósito que tienen nuestras reflexiones es aclarar las cuestiones acerca de la verdad o de la fe y las que tienen que ver con la rendición de cuentas o sobre asuntos de comunidad entre todos los que dicen ser parte de la comunión católica.

Nuestra preocupación pastoral por la unidad eclesial no disminuye la conciencia de nuestros propios errores y pecados. Hay algunos que quieren encadenar a la Iglesia a acontecimientos históricos de épocas pasadas y hay otros que mantendrían a los obispos atrapados permanentemente en el escándalo del abuso sexual clerical de los últimos años. Sin embargo, la respuesta adecuada a una crisis de gobernabilidad, no es eliminar dicho gobierno, sino tener una gobernabilidad eficaz. La pérdida de confianza, lo sabemos, debilita las relaciones y seguirá afectando a nuestro ministerio, a pesar de que las filas del clero han sido purgadas de sacerdotes y obispos que se sabe que abusaron de niños y de que toda la Iglesia ha tomado medidas sin precedentes para proteger a los niños y auxiliar a las víctimas. En cualquier caso, no se puede permitir que el pecado de los hombres de Iglesia desacredite la verdad de la doctrina católica, ni que destruya las relaciones que construyen la comunión eclesial.

Las relaciones en la Iglesia y entre los sacerdotes y la gente son de un interés mutuo. Los fieles necesitan a los obispos con el fin de ser católicos y los obispos necesitan a los fieles a fin de ser pastores católicos. Los pastores reciben la autoridad por Cristo para gobernar a la Iglesia, no según sus propios caprichos y deseos, sino de acuerdo con la voluntad de Cristo y para mantener a los fieles unidos a su alrededor. Con este propósito, cada pastor tiene Consejos de los que se sirve: para escuchar a aquellos a quienes ha sido enviado a guiar y gobernar. Creo hablar por todos nosotros cuando afirmo que los obispos esperamos fervientemente esos diálogos que aclararán y fortalecerán las condiciones necesarias para que todos nosotros seamos católicos.

La Iglesia, como nos recuerda San Pablo, tiene los mismos sentimientos de Cristo (Filipenses 2:5). Si no tenemos su actitud, si no tenemos una actitud única, no podemos predicar quién es Cristo a un mundo dividido. El Concilio Vaticano II recordó a la Iglesia entera que debemos ser un fermento para la transformación del mundo. La comunión católica debe ser el complemento de la solidaridad humana. Recientemente, hemos tratado de ser ese catalizador en el debate sobre el sistema de salud. No es nuestra tarea hablar con determinado medio que preste servicios de salud; nuestra responsabilidad es, sin embargo, insistir, como una voz moral preocupada por la solidaridad humana, que todos deben ser atendidos y que nadie debe ser asesinado deliberadamente.

Esta voz y estas preocupaciones no son nuevas. Mi antecesor como Arzobispo de Chicago, el Cardenal Bernardin, cuando se dirigió a la Asociación de Prensa Católica (Catholic Press Association, por su nombre en inglés)en 1994, dijo que la preocupación por la salud “nos obliga a defender, tanto a los que carecen de estos servicios como a los no nacidos, e insistir en la inclusión de la cobertura universal real y la exclusión de la cobertura del aborto, a apoyar los esfuerzos para frenar el aumento de los costos de servicios de salud y a oponerse a la negación de la atención necesaria a los pobres y los vulnerables”. Ahora que participamos en el mismo debate quince años después, estamos agradecidos por aquellos, en cualquiera de los dos partidos políticos, que comparten estas preocupaciones morales comunes y que gobiernan a nuestro país de acuerdo con ellos.

El reto de gobernar de manera efectiva y pastoral como obispos y sacerdotes implica expresarnos públicamente sin ser absorbidos y ser quienes somos sin quedarnos aislados. Nos acercamos a cada tema desde la perspectiva de la ley moral natural y del Evangelio de Jesucristo, pues los asuntos que representan cuestiones morales antes de convertirse en políticos siguen siendo cuestiones morales cuando se convierten en políticos. Limitar nuestra enseñanza o gobierno a lo que el Estado no está interesado en atender sería traicionar tanto a la Constitución de nuestro país como traicionar, mucho más importante, al mismo Señor.

Jesucristo es el Salvador del mundo, de nuestra vida pública, así como de nuestra vida privada, de nuestras preocupaciones empresariales y de nuestros medios de recreo, de nuestras familias y de nuestras instituciones, de los vivos y los muertos. En su nombre y como obispos de su Iglesia, nos reunimos ahora con el fin de encontrar su voluntad para con su pueblo y, con su autoridad, gobernar. Que Cristo bendiga y guíe, con el poder de su Espíritu, nuestras deliberaciones y nuestra reunión episcopal. Gracias.

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