Cardenal Francis George, O.M.I.

Sacerdote y misionero: San Damián de Molokai

sábado, octubre 31, 2009

La Jornada Mundial de las Misiones se celebró el 18 de octubre; agradezco a todos aquellos que contribuyeron a la colecta anual para las misiones fuera de este país. Los católicos en África, Asia y partes de América Latina reciben ayuda gracias a la generosidad de los católicos de este país. El Papa Benedicto XVI llama a este intercambio “solidaridad con las iglesias jóvenes”.

El celo misionero ha sido siempre un signo de la vitalidad de la Iglesia. La unidad de la Iglesia se forja en la predicación de quién es Cristo a toda la gente por quienes murió y resucitó para salvarlos. El Papa explica: “Es la luz del Evangelio, que guía a los pueblos en su camino y les lleva hacia la realización de una gran familia, en la justicia y la paz... La Iglesia existe para anunciar este mensaje de esperanza a toda la humanidad la cual ha experimentado en nuestro tiempo grandes conquistas, pero que parece haber perdido el sentido de las realidades definitivas y de la propia existencia”.

Una misión necesita misioneros. Cada cristiano bautizado está llamado a predicar el Evangelio, dondequiera que sea. En la Jornada Mundial de las Misiones, sin embargo, solemos recordar y orar por aquellos que han abandonado a sus propias familias y amigos, sus carreras y países de origen, para predicar el Evangelio y establecer la Iglesia en países y culturas que no son las suyas. El 18 de octubre, el Papa Benedicto XVI declaró a uno de ellos santo de la Iglesia: José de Veuster, conocido por nosotros como Damián de Molokai.

La historia de Damián atrae y sorprende a muchos, porque es una historia que no tiene sentido fuera del auto-sacrificio de Cristo para la salvación del mundo. Cuando era un joven seminarista, Damián dejó su Bélgica natal y partió a la otra mitad del mundo, a las Islas Hawai, donde fue ordenado sacerdote el 21 de mayo de 1864. Al igual que en otros lugares del trópico, Hawai fue el hogar de la enfermedad conocida entonces como “lepra”. Para prevenir el contagio, los leprosos fueron exiliados a una península en la isla de Molokai, donde tenían que valerse por sí mismos. El obispo de Honolulu estaba preocupado por aquellos que habían sido desterrados y abandonados a causa de su enfermedad y le pidió a un sacerdote que fuera voluntario para ir a vivir entre ellos. Sabiendo que semejante vida significaba una muerte temprana, Damián se ofreció y partió a Molokai el 10 de mayo de 1873.

Damián vivió durante dieciséis años entre la gente a la que sirvió de diferentes formas, pero, sobre todo, a la que sirvió como sacerdote. Él predicó el Evangelio, escuchó sus confesiones, celebró la Eucaristía y sus matrimonios, bautizó a sus hijos y les acompañó en su muerte. Los acompañó de una manera aún más cercana, cuando él mismo cayó víctima de la lepra en 1885. Murió entre ellos el l5 de abril de 1889.

Tomó un interés constante en las propuestas científicas para una cura y realizó experimentos sobre sí mismo. Tomó un enorme interés en curar el aislamiento y les proporcionó entretenimientos literarios y musicales para ayudar a formar una comunidad entre aquellos que fueron rechazados por todos los demás. Construyó y dirigió la construcción de casas, un orfanato, la iglesia, un hospital y un muelle. Con su ayuda, los leprosos instalaron una tubería para llevar agua fresca a su aldea y cultivó huertas y jardines. Abrió una tienda, la cual se aprovisionaba cuando los buques que se encontraban en el puerto lograban entregar sus cargas sin atracar en él.

El Padre Damián escribió: “Mi mayor felicidad es la de servir al Señor en estos pobres niños enfermos, rechazados por otros”. Hacía amistad con cualquiera, de cualquier religión o convicción personal, que pudieran ayudar a quienes dio su propia vida. La fuente de su constancia, según explicó, era la Eucaristía: “Sin la presencia de nuestro divino Maestro en mi pequeña capilla, yo nunca habría sido capaz de mantener mi vida unida a la de los leprosos de Molokai”. A menudo fue brusco y con frecuencia fue criticado en vida. Se sentía abandonado cuando murió. Sin embargo, en la muerte, el heroísmo moral de su vida y de su testimonio de Cristo se hizo evidente para todos. Menos de dos meses después de su muerte, fue establecido un “Fondo para la lepra” en Londres, la primera organización dedicada a ayudar a las víctimas de esta enfermedad.

El corazón de San Damián era un corazón sacerdotal, conformado al corazón de Cristo. Este es el Año Sacerdotal. La esencia del sacerdocio es amor abnegado anclado en el amor de Cristo por su pueblo. Cuando oro diariamente por nuestros seminaristas, rezo porque tengan corazones dispuestos a sacrificarse por Cristo y su pueblo. Les pido que se unan a mí en esa oración.

Advertising