Cardenal Francis George, O.M.I.

¿Es la corrupción un pecado?

martes, marzo 31, 2009

Durante la Cuaresma, la mayoría de las parroquias organizan servicios de penitencia comunales, con un examen de conciencia colectivo, seguido de la confesión individual de todos los pecados mortales y el otorgamiento de la absolución. Los sacerdotes de parroquias vecinas se reúnen, haciendo posible a muchas personas hacer su confesión durante el servicio y hacerlo con una variedad de confesores. Esto le permite a uno acercarse a los sacramentos de la Pascua con la conciencia tranquila, libre de pecado y con la vida de gracia renovada.

En todos los exámenes de conciencia que he leído o escuchado, aún no he podido descubrir a la corrupción en la lista de pecados confesados. Sin embargo, los periódicos y otros medios de comunicación hablan a menudo de la corrupción en los negocios, en la política y el gobierno, en la Iglesia, en la educación. ¿Qué significa esto? ¿Y es la corrupción un pecado?

Creo que una definición de corrupción que tenemos disponible sería el alejamiento de un individuo o una institución de su declarado propósito o misión. Si el alejamiento es deliberado, es pecaminoso. La corrupción es una forma de traición o deshonestidad, y quizás por eso no es mencionado dentro de la lista de pecados con derecho propio. Sin embargo, la ira ante la corrupción, expresada con frecuencia en estos días, es una indicación de que creemos que la corrupción es moralmente incorrecta.

La ira puede, por supuesto, ser justa. Uno de los pasajes del Evangelio leído durante la Cuaresma describe a Jesús lleno de ira expulsando a los cambistas del templo en Jerusalén. Jesús dice que los cambistas han convertido una casa de oración en una cueva de bandidos. En otras palabras, las acciones de los cambistas han desviado al templo de su finalidad: la adoración de Dios. (Marcos 11: 15-17).

Podemos ver que el titular de una oficina gubernamental que convierte el poder y el dinero que se le dio para el bien común para su propio interés, traiciona a su cargo. Sabemos que un sacerdote que sustituye las enseñanzas de la Iglesia por las suyas o que corrompe moralmente a alguien que confía en él comete más que un pecado personal; traiciona a la Iglesia. Sabemos que un reportero que omite o tergiversa los hechos a fin de contar una historia que no es cierta es desleal con su profesión. Reconocemos malversación en las acciones de un financiero o un banquero quien se roba los fondos de un cliente y destruye las vidas de los que creían que el sistema económico era conducido con honestidad.

Cuando las prácticas corruptas se descubren, la gente está enojada con justificada razón; sin embargo la ira puede caer por debajo de la meta. Es fácil señalar con el dedo acusador a alguien y pensar que el problema de la corrupción se purga, si el individuo y su co-conspiradores son removidos y castigados. Podemos sentirnos bien, como si no estuviéramos involucrados. Sin embargo, las historias de corrupción vuelven al mes siguiente, o al año siguiente; todos hemos crecido con ellas.

La Iglesia habla del pecado social, de instituciones completas que han fallado. Cuando la ley destruye y no protege, la ley misma es corrupta. Cuando los medios de comunicación reportan con el fin de mantener el conflicto, el mundo de las comunicaciones traiciona su propósito. Cuando los bancos defraudan de manera sistemática a sus propios clientes y debilitan los lazos que nos mantienen juntos como sociedad, el propio sistema se ha ido por el camino equivocado. Cuando un político pone sus intereses, o los de su grupo, por encima del bien común, el orden político oprime.

Casi doce años atrás, en el día en que fui instalado como Arzobispo de Chicago, un hombre a quien había conocido desde que éramos muy pequeños dijo: “Usted puede pensar que lo que acaba de ocurrir tiene algo que ver con Jesús o el Evangelio, pero no. Ser Arzobispo de Chicago tiene que ver con finanzas, bienes raíces e influencia política”. Él no estaba ni bromeando ni siendo totalmente cínico y yo entendí lo que decía. En Chicago, a menudo asumimos que nada es lo que parece ser o que se declara ser y que la Iglesia misma es parte del sistema. Una declaración como esa, sin embargo, dice menos sobre la Iglesia que lo que dice acerca de los supuestos que habitualmente rigen nuestro pensamiento. Dice algo sobre una cultura de corrupción. Cuando la gente lo da por sentado e incluso toman una mórbida satisfacción en creer que, para llevar a cabo casi cualquier cosa en la vida, han de jugar un juego que destruye su propia integridad y la de nuestras instituciones, la corrupción nos afecta a todos.

Muchas personas están enfadadas estos días y la ira se enumera entre los pecados capitales, porque es destructivo, de nosotros mismos y de los demás. La ira brota rápidamente y en ocasiones de maneras aterradoras. Muchos sencillamente están cansados de nadar en un mar de mentiras; otros explotan esa misma ira, profundizando el problema. Sin embargo, si la ira se dirige hacia la deliberada corrupción de las instituciones de las que dependemos para protegernos y gobernarnos, para salvaguardar nuestro patrimonio, para hacer justicia, para que nos informen con la verdad, para hacernos santos, entonces nuestro enojo puede convertirse y ser de utilidad. Las maneras pecaminosas de pensar y actuar, que personalmente son habituales y socialmente están profundamente arraigadas, deben ser destruidas; se debe alentar a que las personas e instituciones cambien sus formas y que sus pecados, tanto personales como sociales, sean perdonados.

Ese es programa muy grande y ya estamos a mitad de camino de la Cuaresma. Si podemos, al menos, comenzar a darnos cuenta de cómo a menudo somos cómplices de la corrupción y si podemos reconocer esta complicidad como pecaminosa y dejar de tomar por sentado que esa es la manera en que son y deben ser las cosas, entonces podemos orar con más sinceridad por la luz y la gracia que nos traen la conversión y la vida nueva.

Estos días de Cuaresma quiero que esa sea mi oración por ustedes y espero que también sea la de ustedes para mí.

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