Cardenal Francis George, O.M.I.

Discurso del Cardenal George ante la Sesión Plenaria

domingo, noviembre 30, 2008

La celebración de la festividad de Dar Gracias nos da la oportunidad de dirigir nuestros pensamientos y oraciones a Dios, cuya Providencia gobierna nuestras vidas y el mundo. Algunas veces, los propósitos de Dios se ven oscurecidos por nuestra pecaminosidad; pero nuestra naturaleza limitada y nuestra finitud, siempre los presenta opacos. Las personas miran a sus vidas, a la Iglesia, al estado que guarda nuestra sociedad y nuestro mundo y se preguntan: “¿Cuál es la voluntad de Dios para mí y para todos nosotros?” Al dar inicio a la reciente Asamblea de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, intenté poner nuestra situación en perspectiva; el día de hoy ofrezco la disertación que compartí con los obispos como columna para esta edición de Chicago Católico. También quiero decirles que todas las personas de la Arquidiócesis estarán presentes en mi memoria durante la Misa el Día de Dar Gracias.

Queridos Hermanos Obispos:

En la sesión de apertura del recientemente concluido Sínodo de Obispos sobre La Palabra de Dios en la Vida y la Misión de la Iglesia, el Papa Benedicto XVI reflexionó sobre el Salmo 118, ese magnífico coro que alaba la ley, el orden, que nos unen a Dios. “La Palabra de Dios", dijo el papa, "es sólida, es la verdadera realidad sobre la cual debemos basar nuestra vida. Recordemos las palabras de Jesús: ‘...El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán… Son las palabras las que crean historia, son las palabras las que dan forma a los pensamientos... la Palabra de Dios es la base fundacional de todo, es la verdadera realidad. Y para ser realistas, debemos verdaderamente confiar en esta realidad”. El Santo Padre ofreció estas reflexiones frente al cierre de bancos, el colapso de corporaciones gigantescas, la incertidumbre de regímenes políticos, con total conciencia de la inseguridad y el sufrimiento de tantos alrededor del mundo. Sus palabras hicieron eco de lo que nos había dicho en nuestro país el pasado abril, cuando constantemente dirigió nuestros pensamientos y acciones hacia la Palabra de Dios hecha carne, a quien el papa llamó "Nuestra Esperanza".

El papa nos invitó a poner nuestra esperanza en lo que dura por siempre. Recientemente dio fin una competencia por ganar la presidencia en la cual ambos candidatos nos invitaron a tener esperanza en el cambio. Quizá esa es la diferencia entre una visión que mira a lo que es primordial y otra que, por la misma naturaleza de las cosas, está más preocupada con lo que es menos que primordial. Ningún régimen político se apega totalmente al reino de Dios. La separación está construida en nuestra misma fe; aún así podemos tener esperanza, trabajar y orar porque las cosas, tanto políticas como económicas no impidan o compitan con las cosas que son de Dios.

Venimos a esta asamblea en el periodo intermedio anterior a la toma de posesión de la nueva administración del gobierno de nuestro país. De manera simbólica, este es un momento que va más allá de nuestra historia cuando vemos que un país que en un momento de su historia consagró la esclavitud de una raza en su mismísimo régimen constitucional decide elegir a un afroamericano para la presidencia.

Por lo anterior, creo verdaderamente que todos debemos regocijarnos. También debemos tener esperanza en que el presidente Obama, por el bien de todos, tenga éxito en su tarea. Las probabilidades en contra son formidables. Internamente nos encontramos divididos y, en un mundo global, seremos menos dueños de nuestro destino económico y político.

Sin embargo, podemos regocijarnos con aquellos quienes, siguiendo a figuras heroicas como el Reverendo Dr. Martin Luther King Jr., fueron parte de un movimiento por hacer que los derechos civiles de nuestro país, nuestro sistema legal, estuvieran mucho más acordes con los derechos humanos universales, del orden de Dios. Entre tantas personas de buena voluntad, aquellos sacerdotes concientes de sus deberes y las mujeres religiosas amorosas, los obispos y las personas laicas de la Iglesia católica que se tomaron nuestra doctrina social a pecho pueden sentirse reivindicadas ahora. Sus sucesores siguen, especialmente entre aquellos que, de manera callada, dan sus vidas a enseñar y formar niños buenos y alegres en las escuelas católicas en comunidades afroamericanas y en otras comunidades de minorías.

También podemos estar verdaderamente agradecidos de que la conciencia social de nuestro país ha avanzado hasta el punto de no pedir a Barack Obama que renuncie a su herencia racial para poder ser Presidente como, en efecto, apenas una generación atrás, se pidió a John Kennedy que prometiera que su fe católica no influiría en su perspectiva y sus decisiones como Presidente. En las palabras de quienes rechazan las proposiciones morales universales que han sido propugnadas por la raza humana a lo largo de la historia, con la excusa de que son parte de las enseñanzas morales católicas, permanecen aún ecos de ese debate. Quizá, estemos en un momento en el que, con la gracia de Dios, todas las razas se encuentren seguras dentro del consenso estadounidense. Sin embargo, aún no estamos en el punto en el que los católicos, especialmente en la vida pública, puedan ser considerados socios totales de la experiencia estadounidense a menos que estén listos para dejar a un lado algunas enseñanzas católicas fundamentales sobre la justicia moral y el orden político. El exagerado orgullo que ha aislado a nuestro país políticamente hablando, y a últimas fechas de manera económica, puede escucharse, pero normalmente no reconocerse, en argumentos morales basados simple y únicamente en la autonomía moral individual. Este dilema personal y social no es, por supuesto, una cuestión de importancia suprema, pues Estados Unidos no es el Reino de Dios; pero hace al propio Estados Unidos, mucho menos de lo que clama ser en este mundo.

En la reunión que sostuvimos la pasada primavera, escuchamos a estadísticos que nos decían que la Iglesia Católica es un laboratorio para nuestra sociedad. La manera en que luce hoy en día la Iglesia, en cuanto a su composición étnica, su situación económica, sus conjuntos generacionales, será como lucirá todo el país en 25 o 30 años. Esto da a los católicos una perspectiva quizá profética sobre la vida y las preocupaciones de nuestra sociedad.

En las Sagradas Escrituras, una vida de verdadero profeta está siempre marcada por el sufrimiento. Lo que es de mayor importancia para nosotros, como obispos de la iglesia, es que la iglesia permanezca fiel a sí misma y a su Señor en los años que están por venir, pues sólo siendo auténticamente ella misma servirá la iglesia a la sociedad y a sus miembros, a tiempo y en la eternidad.

Para trabajar por el bien común de nuestra sociedad, la justicia racial es uno de los pilares de nuestra doctrina social. La justicia económica, especialmente para los pobres aquí y en el mundo, es otro. Pero la iglesia viene, también, siempre y en todos lugares, con la memoria, la convicción, de que la eterna Palabra de Dios se convirtió en hombre, se transformó en carne en el útero de la Virgen María, nueve meses antes que Jesús fuera nacido en Belén. Esta verdad es celebrada en nuestra liturgia porque está grabada en nuestro espíritu.

El bien común nunca puede considerarse adecuadamente encarnado en sociedad alguna cuando aquellos que están esperando a nacer pueden ser asesinados legalmente por elección. Si la decisión de la Suprema Corte sobre Dred Scout, de que los afroamericanos fueran la propiedad de otras personas y que de alguna manera fueran menos personas aún estuviera establecida como ley constitucional, el Sr. Obama no sería presidente de los Estados Unidos. Hoy, como fue el caso hace 150 años, el interés común no puede encontrarse destruyendo el bien común.

Han pasado 50 años desde la convocatoria al Concilio Vaticano II hecha por el Bendito Papa Juan XXIII. El papa vio un mundo dividido y tuvo la esperanza de que la iglesia pudiera actuar, como Lumen Gentium nos llama, el “sacramento de la unidad de la raza humana”. Aquellos que desearían debilitar nuestra unidad interna hacen que la misión externa de la Iglesia para el mundo sea más difícil si no imposible. Jesús prometió que el mundo creería en él si somos uno: Uno en la fe y la doctrina, uno en la oración y el sacramento, uno en el gobierno y el pastoreo.

La iglesia, su vida y sus enseñanzas no concuerdan fácilmente en las narrativas anteriores que conforman nuestras discusiones públicas. Como obispos, sólo podemos insistir que aquellos que impondrían su propia agenda sobre la Iglesia, aquellos que creen y actúan de manera farisaica, que sienten que sólo son responsables ante sí mismos, ya sea que se encuentren ideológicamente a la izquierda o a la derecha, traicionan al Señor Jesucristo.

Nuestra conferencia episcopal nos ha sido dada en el derecho canónico de nuestra iglesia de manera que tengamos un instrumento para dar forma a la unidad espiritual, para crear lazos de afecto que nos ayuden a gobernar en comunión los unos con los otros, especialmente en un mundo dividido y en una iglesia que sabe del disentir de algunas de sus enseñanzas y la falta de satisfacción con aspectos de su gobierno.

Como todos sabemos, la iglesia nació sin conferencias episcopales, pues nació sin parroquias y sin diócesis, aunque todas estas estructuras han sido útiles pastoralmente hablando a través de los siglos. La iglesia nació sólo con pastores, con pastores apostólicos, cuya relación con su gente los mantiene como uno con Cristo, de quien viene la autoridad para gobernar la iglesia.

Fortalecer la relación de las personas con Cristo sigue siendo nuestra preocupación y tarea principal como obispos. Hacemos llegar esa preocupación pastoral, especialmente ahora que inicia una nueva administración y un nuevo Congreso, a católicos de cualquier partido que están sirviendo a otros en el gobierno. Los respetamos y los amamos, y oramos porque la fe católica dará forma a sus decisiones de manera que nuestra comunión pueda ser completa.

Sabemos que nos reunimos en medio de enormes desafíos para nuestra iglesia, nuestro país y nuestro ministerio, aunque en cierta medida, ese siempre ha sido el caso. Algunas veces me he visto tentando a pensar que los obispos deberían recibir, en el momento de su consagración, no báculos, sino ¡escoba y trapeador! Lo que si nos es dado antes del báculo, si ustedes recuerdan, es la Palabra de Dios en forma escrita, sostenida sobre nuestras cabezas de manera que pueda impregnar nuestro espíritu.

Junto a ustedes, oro por que todos los temas a tratar en nuestra reunión ahora y todo lo que haremos en los difíciles días que están por venir serán hechos de manera conjunta en la caridad de Cristo, quien es la fuente de nuestra unidad y nuestra fortaleza. Por lo tanto, al gobernar, al llamar a todos a unírsenos a escuchar la Palabra de Dios encarnada desde su cuerpo, la iglesia, lo que hacemos ahora tendrá consecuencias para la eternidad; y seremos buenos pastores para nuestro pueblo, buenos servidores de nuestra sociedad y buenos discípulos de Nuestro Señor.

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