Cardenal Francis George, O.M.I.

¿Quién es capaz de tener fe?

octubre 1, 2007

Durante el verano, apareció en el mercado un número de libros defendiendo el ateísmo. Los títulos hablan por sí mismos: God, the Failed Hypothesis (Dios, la hipótesis errada); The God Delusion (El engaño de Dios); The End of Faith (El fin de la fe). Mientras que algunos de estos libros atacan a la religión como un sistema de pensamiento y acción, más que como una creencia en Dios, todos ellos presuponen que Dios no existe. Sobre este tema, llevan a un nivel popular las suposiciones de pensadores que han moldeado la vida académica durante un siglo: Marx, Nietzsche y, de manera especial, Freud. Con frecuencia se basan en su interpretación de la teoría Darwiniana para “probar” que Dios es un producto innecesario y peligroso de nuestra imaginación colectiva.

Algunos de los ateístas más agresivos que hay hoy en día argumentan que no podemos tolerar más a la religión porque provoca violencia. Este argumento se volvió público muy rápidamente hace seis años, después de los ataques terroristas en nuestro país. Otros arguyen que Dios no existe porque la ciencia ha probado que el fenómeno religioso y la causalidad divina son innecesarios para explicar la realidad.

Existen respuestas rápidas a ambas objeciones. Con relación a la primera afirmación, al reflexionar por un momento llegamos a la verdad de que son los estados naciones, y no la religión, los que con mayor frecuencia, han causado las guerras más sangrientas en la historia de la raza humana. En cuanto a la segunda, muchos científicos, de hecho, creen en Dios porque reconocen las limitaciones del método científico mismo y saben que no pueden hablar en pro o en contra de realidades espirituales que no pueden medir o ni convertirse en el objeto de la observación científica en un laboratorio. La razón humana no es cautiva del método científico. Si lo fuera, habría muy poca experiencia humana en la que podríamos pensar.

¿Por qué se ha vuelto a poner de moda el ateismo? Las respuestas rápidas no son suficientes para contestar adecuadamente a esta pregunta. Para comenzar, podríamos preguntar si las personas son, de hecho, menos y menos capaces de creer. El acto de la fe presupone que las personas pueden saber la verdad de cosas y que son libres de asentir con ella. Algunos dirían que no tenemos acceso a ninguna verdad con real certeza; otros dirían que la libertad es una ilusión porque nos vemos obligados a pensar y actuar bajo la influencia de fuerzas de las cuales casi nunca estamos conscientes. Las personas que creen estas cosas sobre sí mismos se presentan como incapaces de tener fe.

La Iglesia nos enseña que la fe es “la respuesta libre de la persona humana ante la iniciativa de Dios quien se revela a sí mismo” (Catequismo de la Iglesia Católica, 162). Los argumentos racionales acerca de las verdades de la fe son necesarios y deseables, porque cualquier acción humana propia requiere una explicación; pero los objetos de nuestro acto de fe no están condicionados por la razón humana. No estamos obligados intelectualmente a creer. Nuestra fe es un don de Dios. El Profesor Mortimer Adler, quien hace años enseñó filosofía en la Universidad de Chicago, fue un discípulo intelectual de Santo Tomás de Aquino. Cuando se le preguntó por qué no se había convertido en católico, puesto que aceptaba el Tomismo como una filosofía satisfactoria, racionalmente hablando, recordó a su interrogador que Santo Tomás de Aquino enseñó que la fe es un don, y que él, el Profesor Adler, aún no había recibido ese obsequio. Lo recibió algunos cuantos años antes de morir cercano a cumplir los cien años de edad.

¿Qué podría predisponer a alguien a convertirse en una persona de fe? ¿Alguien que pueda recitar el Credo con convicción personal? Nuestro ser, hecho a imagen y semejanza de Dios, pone en su corazón un anhelo por Dios. Este deseo, en ocasiones vago, es un tipo de insatisfacción con nuestro trabajo o nuestras vidas en general. Cuando una persona es capaz de amar lo que no puede ver es más fácil que llegue a una convicción de la existencia de Dios. Conforme la gracia de Dios nos lleva a experimentar su amor por nosotros, Dios se vuelve presente de una manera más reconocible en naturaleza, en la historia y los sacramentos de la Iglesia, en experiencia espiritual personal. El viaje espiritual de los santos y nuestro propio progreso en la vida espiritual fortalece nuestra creencia en un Dios que nos ama.

¿Qué podría predisponer a alguien a rechazar la creencia en Dios? Existen muchas razones. Primero que nada, el pecado oscurece al intelecto, y la pecaminosidad de una persona puede hacerla que descarte conocer a Dios como amigo y amante. En segundo lugar, los escándalos de la Iglesia debilitan el testimonio hacia Dios que se encuentra en el centro mismo de la misión de la Iglesia en el mundo. La división entre los cristianos también debilita la fuerza del Evangelio y desanima a muchos a buscar en la Iglesia el conocimiento de Dios. En tercer lugar, la existencia del mal en el mundo con frecuencia ha servido para convencer a algunas personas de que un dios bueno no puede existir. Encontrar una injusticia enraizada de manera profunda, el sufrimiento a causa de catástrofes naturales o una pérdida repentina o muerte de una esposa o hijo puede ocasionar una crisis de fe.

Algunas razones para rechazar el don de la fe son más contemporáneas. Las aparentemente infinitas distracciones de una cultura orientada al consumo impiden que las personas hagan preguntas relacionadas con Dios y acerca del significado de sus vidas que puedan llevarlos a la fe y amor por Dios. El argumento contemporáneo de que el hombre es sólo un animal con derechos políticos reduce el horizonte de la experiencia humana y descarta la posibilidad de elaborar preguntas que nos lleven más allá de la experiencia inmediata. La convicción popular de que cada ser humano es autónomo y que nadie, ni siquiera Dios, debe existir, puede poner demandas sobre otro y hace la “obediencia a la fe” una imposibilidad práctica. Finalmente, una convicción de que la verdad religiosa puede ser sólo una opinión y que no existen maneras de juzgar la veracidad de declaraciones religiosas motiva el cinismo acerca de la religión y desanima una búsqueda por la verdad acerca de Dios. Aquí, necesitamos examinar el estado de la educación religiosa en la Iglesia, puesto que, como el Cardenal Newman escribió en 1859, la negligencia con la educación religiosa de los laicos “en las clases educadas terminará en indiferencia, y en los más pobres en superstición”.

¿Nos estamos convirtiendo en personas incapaces de tener fe? Nos volvemos incapaces de tener fe, argüiría yo que sólo cuando perdemos nuestra capacidad de sorprendernos.

Quizás esa es la pregunta que debería hacerse el actual interés en el ateismo:¿hemos perdido nuestra capacidad de sorprendernos? Si es así, entonces no seremos capaces de venerar, y esa es una pérdida que ninguna sociedad ha sido capaz de sobrevivir.

¿Es educado decir a los ateístas que oramos por ellos? En cualquier caso, debemos orar por ellos y debemos pedir a Dios que bendiga a aquellos que no creen en él, así como a aquellos que sí lo hacen. Que Dios bendiga a cada uno de ustedes.

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