Cuando fui ordenado obispo en la festividad de San Mateo, el 21 de septiembre de 1990, elegí como mi lema: A Cristo la gloria en la Iglesia. Aparece en latín en mi capa de armas. Los lemas episcopales son frases que indican el pensamiento y el corazón del obispo, que dan una señal de sus prioridades espirituales. Mi lema afirma que, primero, creo que la Iglesia existe, y sobre todo, que existe para glorificar a Cristo, para hacer visible su gracia en el mundo a través de los ministerios y la misión de la Iglesia. Si las personas ven a la Iglesia y ven a Jesucristo, entonces todo lo demás caerá en su lugar. Mirando en retrospectiva a diez años de ministerio episcopal en la Arquidiócesis de Chicago, puedo ver que no todo ha caído en su lugar y no lo hará en esta vida; aún así, en la constante celebración de la Misa y de otros sacramentos, en la prédica efectiva del Evangelio y la catequesis que fluye de éste, en el cuidado pastoral de los unos por los otros en las parroquias y en las familias y al prestar una mano en caridad y justicia a la sociedad en la cual vivimos nuestra fe, Cristo es glorificado, a pesar de nuestros pecados y nuestras debilidades. Un obispo guía como pastor, no como líder político, ni como líder empresarial, ni como celebridad de ningún tipo. El liderazgo pastoral, sin embargo, conlleva semejanzas con otras formas de liderazgo. Uno tiene que manejar lo que se le ha dado y tiene que planear para el futuro. La más grande de las pruebas, sin embargo, es reaccionar a lo inesperado. En los últimos diez años, nuestra sociedad como un todo fue puesta a prueba por el ataque de nuestro país el 11 de septiembre de 2001. Descubrimos cuán vulnerables somos y la preocupación sobre nuestra seguridad está cambiando nuestra cultura en maneras en que aún no hemos comprendido del todo. La vida, me parece a mí, es más frágil y la discusión pública más histérica. El lugar de la religión en nuestra sociedad es más incierto, porque el ataque fue hecho en el nombre del Dios de Abraham; algunos dicen que es prueba de que la religión divide y lleva a la violencia. Si la religión ha de ser contenida y privatizada, la presencia de los creyentes en la sociedad se volverá problemática. Un ateismo más agresivo, o al menos una demanda más vocal para la secularización, hace más complicado el ministerio y la misión de la Iglesia en estos años. Por otro lado, dentro de la Iglesia, pero afectando sus ministerios y su misión en la sociedad, la crisis del abuso sexual en el año 2002 permanece como parte de nuestra vida. Pensé que Chicago tenía bastante bien contenida esta tragedia y que tenía en pie planes adecuados para atender la situación apremiante de las víctimas y la situación de los predadores. En 2002, sin embargo, las reglas cambiaron y la arquidiócesis se vio involucrada en un drama nacional que continúa afectando la vida de la Iglesia. Esta crisis ha sido la ocasión que confirma a algunos que la Iglesia católica es corrupta en cuanto a sus enseñanzas y en cuanto a sus miembros; para otros, es la ocasión para cambiar a la Iglesia en maneras no siempre compatibles con su naturaleza; finalmente, es una fuente de vergüenza y con frecuencia de ira. La nueva situación con relación a la religión en general y a la Iglesia católica en particular afecta todo lo que hacemos. Fundamentalmente, tiene la ventaja de ayudarnos a ser concientes de que no somos tan importantes como algunas veces nos sentimos tentados a pensar que somos. La Iglesia Diocesana de Chicago ha existido desde 1843 y la Iglesia Católica ha estado aquí desde 1673, mucho antes de que hubiera un Chicago, un Estado de Illinois o un Estados Unidos de América. Sin embargo uno aún puede escribir una historia de Chicago, como algunas bastante bien recibidas que se ha hecho en años recientes, y apenas mencionar a la arquidiócesis o aún menos, a la Iglesia católica. Mientras que tales historias son menos completas de lo que deberían ser, aún sirven para recordarnos que la Iglesia es, con mayor frecuencia, una levadura más que una líder. La tentación de ser pretencioso o darse auto-importancia es una tentación siempre presente; nuestra fe, sin embargo, nos recuerda que cada vez que la Eucaristía es celebrada, el mundo cambia. Al final, la historia es lo que Dios recuerda. Diez años es una pequeña porción de esa historia. Cuando un obispo motiva y administra, tiene que tener en mente las prioridades que enfocan las energías de una diócesis. Cuando regresé a Chicago hace diez años, la Arquidiócesis había completado su trabajo para establecer las prioridades en los años venideros. Eran tres: 1) evangelización; 2) pasar la fe en las escuelas católicas y los programas catequéticos; 3) preparar sacerdotes y ministros para cuidar al pueblo en los años por venir. Cuando comencé a visitar las parroquias, las escuelas y otras obras de la arquidiócesis, tuve en mente estas prioridades. Hemos dado constante y algunas veces desigual atención a la evangelización. Hemos trabajado duro en revisar programas catequéticos, mejorando nuestras escuelas y asegurando un mejor financiamiento para ellos. Hemos mejorado un ya de por sí buen programa de seminario, reelaborado el programa de formación diaconal e instituido nuevas maneras de preparar a los laicos para participar en la vida ministerial de la Iglesia. Se tiene que hacer mucho más en estas tres áreas, especialmente en la evangelización, la cual no sólo es un reto misionero de la Arquidiócesis, sino de la Iglesia universal, como lo ha sido por dos mil años. Muchos sacerdotes, religiosos, diáconos y personas laicas de la Arquidiócesis han estado involucrados en revisar, reelaborar, repensar nuestra manera de alcanzar estas metas. Han puesto cierto orden en mi ministerio por lo cual estoy agradecido. Estoy agradecido también a aquellos que trabajan en el Centro Pastoral y en las agencias y ministerios relacionados, especialmente en Caridades Católicas y Cementerios Católicos. Los asuntos ordinarios de la Arquidiócesis están mejor manejados, las líneas de responsabilidad son más claras y el dinero se gasta de manera más cuidadosa. Con todos nuestros errores y la sucesión de pequeñas crisis, la Arquidiócesis es responsablemente administrada y estoy muy agradecido por ello. La vida de la Iglesia no es primordialmente en administración o en ministerios especializados, sino en las parroquias. Los muchos voluntarios laicos y los feligreses con su constante generosidad son un gozo no sólo para mí, sino para los sacerdotes, quienes los aman y los guían. Los sacerdotes a su vez, son una fuente de gozo para un obispo; y yo me enorgullezco mucho por los sacerdotes de la Arquidiócesis. Los sacerdotes no son empleados, sino familia. La dinámica no es corporativa, sino comunitaria. Si una sociedad secularizada no puede entender a la Iglesia, le será mucho más difícil entender el sacerdocio. Una preocupación para el futuro es la respuesta de aquellos a quienes Dios está llamando para el sacerdocio ordenado, por lo que se pondrá una atención renovada en el objetivo de descubrir y nutrir esas vocaciones, así como a aquellas para la vida consagrada y el matrimonio cristiano. Cuando la vida es un contrato en lugar de un don, estas tres vocaciones se ven en peligro. La historia nos muestra que, con frecuencia, la iglesia se ha fortalecido después de una gran adversidad y ese será el caso en los años por venir, aún cuando suceda en maneras que quizá no esperemos o no nos gusten. Lo que la Iglesia tiene que hacer y lo que tiene que aportar es único en la sociedad. Algunas veces esto es llamado "espiritualidad" y estoy trabajando en poner las prioridades para fortalecer la vida espiritual de los católicos de la arquidiócesis. La espiritualidad no es un escape; es una manera de traer al mundo lo que el mundo no puede traer a sí mismo. La Iglesia católica también trae a esta o a cualquier otra sociedad una visión, un recordatorio de que el mundo es pequeño y limitado. Al igual que la Iglesia, la sociedad no debiera ser pretenciosa. La Iglesia católica es una institución que ya es universal en una sociedad globalizada. Las grandes religiones han sido los principales creadores y transmisores de cultura, y continuarán siéndolo conforme los estados naciones se vuelvan relativamente menos importantes en el futuro del mundo. El principal reto para los católicos estadounidenses, me parece, no es cómo ser estadounidense y católico. A pesar de cierta diversidad y prejuicio, hemos demostrado que eso es posible por más de dos mil años. Hemos contribuido y nos hemos beneficiado. De manera que ahora el principal reto de los católicos estadounidenses es ayudar a nuestros compatriotas estadounidenses a ajustarnos a un mundo que no será, ni estadounidense, ni secular, una sociedad en la cual la Iglesia encuentre su camino para seguir a aquel que salvó al mundo entero porque ama todo en él. El camino privilegiado de dar gloria a Cristo en la Iglesia es sufrir el martirio. El siglo pasado vio a más hombres y mujeres asesinados porque amaban a Cristo que en cualquier era previa. El nuevo siglo, el cual abrió con una enorme esperanza, está probando ser igualmente sangriento. Aún sin ser llamados a un martirio sangriento, en la Arquidiócesis necesitamos volvernos más claros y tener una mayor intencionalidad acerca de la manera en que somos testigos para el Señor y darle gloria a través del ofrecimiento de nuestras vidas, la unión de nuestro auto-sacrificio al suyo. Una de las alegrías de ser Arzobispo de Chicago es el conocer, de manera personal o a través de la correspondencia, a muchos que son fieles discípulos de Jesucristo, quienes con frecuencia experimentan un sufrimiento personal. A ellos, especialmente, les estoy muy agradecido. Para celebrar mi décimo aniversario como Arzobispo de Chicago se han planeado varios eventos. Creo que en ellos habrá maneras para profundizar nuestra intimidad con el Señor. Agradezco a todos aquellos que están planeándolos y haciendo los arreglos necesarios. Que los que participemos encontremos gozo en el Señor y le demos gloria en la Iglesia.