Todos nos hemos beneficiado de la renovación de la Iglesia iniciada por el Concilio Vaticano II. Esta reunión de los obispos católicos y jefes de órdenes religiosas masculinas del mundo se llevó a cabo en cuatro sesiones de 1962 a 1965. Dieciséis documentos relacionados con la renovación de la Iglesia fueron emitidos eventualmente, pero es significativo que los padres conciliares decidieran que su primer documento debería abordar el tema de la restauración de la manera en la que adoramos. Se tomaron en serio la máxima antigua “lex orandi, lex credendi”, una frase con frecuencia asociada con Próspero de Aquitania, un escritor cristiano del siglo V. Simplemente significa que la ley de la oración es la ley de la fe. Al reconocer esta relación entre cómo adoramos y lo que creemos, los obispos en el concilio dejaron claro que la renovación de la liturgia en la vida de la Iglesia es central para la misión de proclamar el Evangelio. Sería un error reducir la renovación a una mera actualización de nuestra liturgia para adaptarla a los tiempos en que vivimos, como si se tratara una especie de estiramiento facial litúrgico. Necesitamos la restauración de la liturgia porque nos da la capacidad de proclamar Cristo al mundo. Así, por ejemplo, el concilio llamó a la participación plena, activa y consciente de todos los bautizados en la celebración de la Eucaristía para reflejar nuestra creencia de que en la sagrada liturgia los fieles se convierten en el Cuerpo de Cristo que reciben Nuestro ritual para recibir la Sagrada Comunión tiene un significado especial en este sentido. Nos recuerda que recibir la Eucaristía no es una acción privada sino más bien comunitaria, como la propia palabra “comunión” implica. Por esa razón, la norma establecida por la Santa Sede para la Iglesia universal, y aprobada por la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos, es que los fieles vayan en procesión juntos como expresión de su avance como el Cuerpo de Cristo y reciban la Sagrada Comunión de pie. Es importante recordar que las procesiones son una práctica antigua de la Iglesia y han sido parte de la liturgia desde los primeros días de la práctica cristiana. Ellas nos dan una experiencia sensible de lo que significa ser un pueblo peregrino, ayudándonos a tener presente que estamos avanzando juntos hacia la plenitud del banquete celestial que Cristo ha preparado para nosotros. Este es el por qué entramos en procesión a la iglesia, proseguimos en procesión para traer las ofrendas, vamos en procesión para recibir la Sagrada Comunión y salimos en procesión al final de la misa para llevar al Señor al mundo. No debe hacerse nada para impedir ninguna de estas procesiones, particularmente la que tiene lugar durante el sagrado ritual de la Comunión. Interrumpir este momento sólo disminuye esta poderosa expresión simbólica, mediante la cual los fieles, al ir en procesión juntos, expresan su fe de que están llamados a convertirse en el mismo Cuerpo de Cristo que reciben. Ciertamente, la reverencia puede y debe expresarse al inclinarse antes de recibir la Sagrada Comunión, pero nadie debe participar en un gesto que llame la atención hacia sí mismo o interrumpa el flujo de la procesión. Eso sería contrario a las normas y tradición de la Iglesia, que todos los fieles están llamados a respetar y observar. La ley de la oración es la ley de la fe en nuestra tradición. Cuando los obispos asumieron la tarea de restaurar la liturgia hace seis décadas, nos recordaron que este antiguo principio goza de un lugar privilegiado en la tradición de la iglesia. Debería seguir guiándonos en cada época.