El cardenal Cupich presentó la siguiente homilía en la Catedral del Santo Nombre el 24 de noviembre con motivo del 175 aniversario de la Parroquia del Santo Nombre. Jesús acepta el título de “rey” pero él deja claro que su reino no es de este mundo. ¿Cómo gobierna él? No con poder, posesiones o posición, sino dando testimonio de la verdad. Al igual que Pilato, nos encontramos preguntando: “¿Qué es la verdad?”. Es dos cosas. Primero, la verdad es que Dios ha enviado a su hijo al mundo porque no podemos salvarnos a nosotros mismos. Esta verdad es difícil de aceptar porque trastoca la mentira que el mundo nos ofrece, la mentira de que podemos salvarnos a nosotros mismos a través de la acumulación de posesiones, a través de la creación de una imagen y reputación pública —al grado de obsesionarnos por la manera en que nos perciben los demás— y a través de la búsqueda del poder, el dominio sobre los demás por nuestra posición o estatus. Pilato es incapaz de reconocer esta verdad porque ha organizado toda su vida en torno a la mentira de que él puede salvarse a sí mismo acumulando posesiones, protegiendo su reputación y dominando a los demás. El impulso de Pilato de salvarse a sí mismo de estas maneras es tan fuerte que ni siquiera puede comprender la verdad que Jesús ofrece, la verdad de que no puede salvarse a sí mismo, así que le queda una sola respuesta a Jesús, preguntar: “¿Qué es la verdad?”. Pero Jesús también da testimonio en la cruz de la verdad de que Dios, nos atrevemos a decirlo, nos ama incluso más que la vida de su propio hijo. Esta verdad también es difícil de creer, pero cuando lo hacemos, todo en nuestra vida cambia. Todas nuestras preocupaciones, ansiedades y desaliento se vuelven relativos. La peor cosa en el mundo ha pasado; matamos al Hijo de Dios, y aun así Dios todavía nos amó y nos envió a su hijo de entre los muertos. Es la verdad que nos libera de la búsqueda de la avaricia, el poder sobre los demás y las comparaciones celosas que tan a menudo conducen a la crueldad. Es la verdad también que nos libera del falso orgullo y las búsquedas irresponsables del placer. Y es una verdad que nos impulsa a cuidar y amar generosamente a los demás sin esperar nada a cambio porque Dios nos ha amado primero. Siempre que estas muchas tentaciones se presenten en nuestro camino, el remedio es abrir nuestro corazón a la voz de Jesús, testimonio de la verdad de que no podemos salvarnos a nosotros mismos y no tenemos que hacerlo porque Dios nos ama más que a la vida de su hijo. La cruz que cuelga en esta catedral es bastante única. La madera de la cruz, un instrumento de tortura, no priva a Jesús de la libertad de amarnos. Esta cruz rodea a Jesús, pero no lo ata. Es como si estuviera flotando libremente. Revela que a pesar de que él sufre el dolor, la agonía, la vergüenza y la crueldad de ser crucificado, no tiene ningún control sobre él y su atención. Él está literalmente despegado de todo eso, dada su preocupación primordial de dar testimonio de la verdad de que él ha venido a salvarnos porque no podemos salvarnos a nosotros mismos y a revelar el amor incomparable de Dios Padre por nosotros. Entonces, cada vez que celebramos la Eucaristía, Jesús da testimonio de esta doble verdad: de que no podemos salvarnos a nosotros mismos y de que Dios nos ama más que la vida de su hijo. No hay mejor manera de celebrar este histórico aniversario del Santo Nombre que mirar a esta cruz, y dejar que Jesús nos hable que aunque él está rodeado por este instrumento de tortura, no está esclavizado por él; no permite que defina los parámetros de su vida y acción o la extensión de su amor. Él está despegado de todo lo que le impediría amarnos y revelar el amor de Dios por nosotros. Necesitamos este recordatorio para que no nos seduzca el mundo con sus mentiras e ilusiones de que podemos salvarnos a nosotros mismos, impidiéndonos escuchar la verdad del amor de Dios por nosotros. Y así, demos el siguiente paso en nuestro camino juntos, manteniendo nuestros ojos fijos en Cristo crucificado, que nos fortalece para ser quienes pertenecen a la verdad, porque escuchamos su voz.