Cardenal Blase J. Cupich

Un poco de cielo

viernes, diciembre 15, 2023

A medida que mis hermanos y yo nos hacemos mayores, a menudo nos encontramos llenos de asombro y maravillados cuando pensamos en cómo nuestros padres lograron lidiar con todos los desafíos que enfrentaron al criar una familia de nueve hijos. No había ni un manual para ser padres, ni mucha preparación.

A la edad de 18 años, papá se alistó en la marina de guerra después de Pearl Harbor. Se desempeñó como señalizador en un barco en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial, que vio acción en puntos críticos como Iwo Jima. Durante la guerra, mamá consiguió un trabajo de oficina al salir de la escuela secundaria en una planta empacadora de carne local. Se conocieron el 26 de julio de 1942, la Fiesta de Santa Ana, cuando papá estaba en casa de permiso. Las hermanas de papá se confabularon para llevarlo a la clausura de la novena de Santa Ana, sabiendo que mi madre estaría allí. Ese verano se hicieron muchos emparejamientos. A mamá le gustaba contarnos que mientras las jóvenes rezaban las oraciones de la novena, ellas susurraban: “Ann, Ann, find me a man” (Ana, Ana, encuéntrame a un hombre).

Esa reunión fue suficiente, ya que se mantuvieron en contacto regular por cartas y grabaciones durante el transcurso de la guerra. Después de que papá regresó sano y salvo en el otoño de 1945, él y mamá se casaron el siguiente febrero, a las edades de 22 y 21 años, respectivamente. El siguiente diciembre, nació mi hermano mayor, y 11 meses más tarde vino al mundo mi segundo hermano mayor. Familia instantánea. A lo largo de los siguientes 13 años se añadirían 7 más, incluyéndome a mí.

Mi papá era cartero y tuvo muchos segundos trabajos para mantenernos. Mamá tenía un empleo de tiempo completo en casa, como uno podría imaginar. Como señaló mi hermana recientemente: “solo piensa en toda esa ropa para lavar, las comidas, comprar los alimentos” y, yo agregué, “el arbitraje de las discusiones”.

Ninguno de mis padres tenía educación superior a la escuela secundaria, ni clases para padres o terapeutas que los ayudaran. Era el programa de “gana mientras aprendes”. Parecieron darse cuenta de que ser padres no era una ciencia exacta, ya que cada niño era diferente. Quizás eso explica por qué a menudo escuchábamos a mamá decir: “Tienes que seguir la corriente”.

Me gustaría pensar que nuestro recuerdo de tiempos pasados, que parece suceder de manera natural en esta época del año, tiene que ser más que un ejercicio de nostalgia, más que un sentimentalismo que nos hace extrañar los buenos tiempos antiguos. En cambio, debería provocar en nosotros un aprecio profundo por la manera en que familiares y otras innumerables personas, muchas de las cuales nunca hemos conocido, se han sacrificado por nosotros y han contribuido a nuestras vidas. Pienso en padres, niños, maestros, entrenadores, mujeres y hombres religiosos, párrocos, profesionales de la salud, y aquellos que sirvieron para garantizar nuestra seguridad y libertad. Nunca los demos por sentados.

Pero tales reflexiones también deberían llenarnos de una sensación de asombro y admiración de que Dios haya enviado a estas buenas personas a nuestras vidas. Alguien sugirió alguna vez que en el cielo Dios nos presentará a todas aquellas personas, no solo aquellas durante nuestras propias vidas, sino a través del tiempo, que han contribuido a moldear nuestras vidas. Así que tal vez esta Navidad, démonos a nosotros mismos un poco de cielo. Recordemos a las muchas personas que han marcado la diferencia en nuestras vidas y demos gracias a Dios por enviarlas a nuestro camino.

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