Una de las muchas bendiciones del Concilio Vaticano II es su afirmación de que la doctrina de la iglesia se desarrolla. Desde los días de los apóstoles, los obispos escribieron en “Dei Verbum”, los cristianos han sido exhortados a “que conserven las tradiciones que han aprendido de palabra o por escrito (ver 2 Tesalonicenses 2, 15), y que sigan combatiendo por la fe que se les ha dado una vez para siempre (ver Judas 1, 3)”. Al mismo tiempo, los obispos prosiguieron diciendo, la tradición apostólica “progresa en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo: puesto que va creciendo en la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas, ya por la contemplación y el estudio de los creyentes, que las meditan en su corazón (ver Lc, 2:19, 51) y, ya por la percepción íntima que experimentan de las cosas espirituales, ya por el anuncio de aquellos que con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad. Es decir, la Iglesia, en el decurso de los siglos, tiende constantemente a la plenitud de la verdad divina, hasta que en ella se cumplan las palabras de Dios”. El papa Benedicto XVI expresó esta verdad de manera sucinta, cuando observó en su carta de 2009 a aquellos que se negaron a aceptar las enseñanzas del concilio: “No se puede congelar la autoridad magisterial de la Iglesia al año 1962”. El papa Francisco cita con frecuencia a San Vicente de Lerins, un monje y autor del siglo V que enseñó que la doctrina progresa mediante la consolidación y expansión. El punto es que la doctrina intenta articular la verdad de la fe cristiana. Sin bien la verdad no cambia, la manera en la que se expresa puede desarrollarse. Durante la entrevista en su vuelo de regreso de Canadá el año pasado, el papa Francisco observó que “una Iglesia que no desarrolla su pensamiento en sentido eclesial es una Iglesia que va hacia atrás”. Citando las palabras del fallecido gran estudioso estadounidense de la historia del cristianismo Jaroslav Pelikan, el papa llamó la atención sobre la diferencia entre “tradición” y “tradicionalismo”. “Tradición”, escribió Pelikan, “es la fe viva de los muertos, tradicionalismo es la fe muerta de los vivos”. (“La tradición cristiana: una historia del desarrollo de la doctrina”). Más tarde explicó en una entrevista que “la tradición vive en conversación con el pasado, mientras recuerda dónde estamos y cuándo estamos y que somos nosotros quienes tenemos que decidir. El tradicionalismo supone que nunca nada debe ser hecho por primera vez, así que todo lo que se necesita para resolver cualquier problema es llegar al testimonio supuestamente unánime de esta tradición homogenizada”. Sí, necesitamos estar en conversación con el pasado y tratar nuestra tradición con gran respeto, como escribió G.K. Chesterton. “La tradición es la democracia de los muertos. …La democracia objeta descalificar a las personas por el accidente de su nacimiento; la tradición objeta que sean descalificadas por el accidente de la muerte. La democracia nos dice que no descuidemos la opinión de un buen hombre, incluso si es nuestro novio; la tradición nos pide que no descuidemos la opinión de un buen hombre, incluso si es nuestro padre”. Al mismo tiempo, una enseñanza fundamental de nuestra tradición es la necesidad de discernir en cada época el movimiento del Espíritu Santo, llamándonos a una comprensión más profunda de las verdades de nuestra fe. Durante una reunión en abril con jesuitas en Budapest, el papa Francisco resumió una comprensión adecuada de cómo se desarrolla la doctrina al ofrecer esta imagen de la naturaleza: “El fluir de la historia y de la gracia va desde las raíces hacia arriba como la savia de un árbol que da fruto. Pero sin este flujo sigues siendo una momia. Retroceder no preserva la vida, nunca”.