Durante las últimas dos semanas de junio, visité Polonia y Ucrania para reunirme con refugiados ucranianos que huyeron de su país después de la invasión rusa que comenzó en febrero de 2022. Fue una experiencia que nunca olvidaré. Primero, me invadió una profunda tristeza. Conocí a personas de todas las edades que se vieron obligadas a huir de su tierra natal. Contaron historias de familiares asesinados defendiendo a su país, de la destrucción de sus ciudades y hogares. En un momento, tuvieron que recoger y dejar atrás su vida y sustento, temiendo por su propia existencia. Más de 14 millones han sido desplazados, muchos de ellos niños, interrumpiendo su educación y dejándolos temerosos del futuro. Viajé a zonas en donde las personas fueron masacradas sin más motivo que el de estar caminado por la calle o buscando comida. En el sitio de la fosa común en Bucha, que ha sido ampliamente reportado, la población local compartió sus experiencias de esta y otras atrocidades que sufrieron a manos de los invasores. En un orfanato que visité en Polonia, cientos de niños de Ucrania esperan la paz y la seguridad en su patria. Están siendo bien atendidos, pero, como lo expresaron en una video conferencia con el presidente ucraniano Volodímir Zelenski, quieren saber cuándo pueden regresar a casa. Caminé a través de cementerios recién creados para enterrar a soldados y otras víctimas de la guerra, oré en una iglesia que ha visto más de 500 funerales desde que comenzó la guerra. Ambos se han convertido en sitios conmemorativos, donde se exhiben fotos de los asesinados. La mayoría eran tan jóvenes. Sin embargo, en medio de esta tragedia, fui testigo de un heroísmo y una generosidad extraordinarios. El pueblo de Polonia ha estado proporcionando generosamente alimento, albergue, ropa, educación y trabajos para millones que ha cruzado desde Ucrania. Su respuesta de bienvenida a los solicitantes de asilo sirve como un llamado a la conciencia, obligándonos a cuestionar las actitudes de nuestro propio país hacia el extranjero necesitado. Hay muchas maneras en las que cada uno de nosotros puede hacer su parte para ayudar. Por ejemplo, la Arquidiócesis de Chicago ha ofrecido cierto apoyo a la Arquidiócesis de Łódź, mientras construye viviendas temporales para los recién llegados. Del mismo modo, trabajadores humanitarios y órdenes religiosas en Ucrania y Polonia han proporcionado asistencia dentro de la misma Ucrania. Y en uno de mis últimos días en Ucrania, conocí a un grupo de Hermanas Basilianas que han estado ofreciendo albergue y asistencia en sus monasterios a lo largo del país, incluso en donde la batalla se está librando. Su importante obra ha sido asistida en parte por la Catholic Extension Society aquí en Chicago. Hay algo innegablemente heroico en las maneras en que los ucranianos continúan viviendo cada día con esperanza y generosidad. Incluso frente a los ataques con misiles y drones, ellos continúan con su ritmo de vida habitual en las ciudades y los pueblos, confiados de que su nación prevalecerá en su autodefensa. Su resiliencia es inspiradora, como lo es su capacidad para adaptarse a desarrollos que están totalmente fuera de su control. Parecen tener un sentido de su lugar en la comunidad mundial, y no serán despojados de su identidad nacional. Un sentido de unidad y propósito común los ha unido y creo que eso es en parte el por qué el mundo ha respondido con apoyo. El pueblo ucraniano tiene mucho que enseñarnos en ese sentido. Sin duda el pueblo ucraniano merece nuestro apoyo. Deberíamos estar dispuestos a apoyarlos de una manera que reconozca la amenaza a su propia existencia como un pueblo con su propia historia, cultura, idioma, tradición y herencia. El ejemplo que el pueblo ucraniano está dando al mundo al defender su autodeterminación nos inspira a todos a solidarizarnos con ellos; no solo por su futuro, sino también por el nuestro.