Llama la atención que así como la iglesia primitiva se refería a Jesús como el Mesías con la palabra “Cristo”, afirmaban que ellos también estaban ungidos, refiriéndose a sí mismos como cristianos (Hechos 11:26). El punto está claro. Parte integral de la creencia fundamental de los discípulos de que Jesús es el Mesías prometido, el Cristo, ungido para traer la salvación al mundo, es su afirmación de que él los ha ungido para ser compañeros en esta obra redentora. Cada año, la Misa Crismal es una invitación para que nos conectemos con la iglesia antigua y su creencia fundamental para que podamos emprender con una energía renovada esta obra de unirnos al ministerio salvador de Cristo. Es un día para recuperar nuestra identidad. Es importante hacer esto especialmente a medida que la arquidiócesis emprende el trabajo de renovación, con el objetivo de colocar la primacía de compartir nuestra fe en el centro de la vida parroquial. Hacerlo tiene enormes implicaciones para la manera en que los feligreses se mantienen en diálogo unos con otros a fin de compartir este trabajo, para definir quién lidera el ministerio parroquial, y cómo elaboramos nuestras prioridades e inspiramos a los feligreses para ayudar a avanzarlas. Pero también hacemos esto mientras el Santo Padre nos invita a ser una iglesia sinodal, anclada en la realidad de que todo el Pueblo de Dios está viajando unido, y con el compromiso de hacer espacio para que cada creyente participe y contribuya a la vida de la Iglesia. Y, finalmente, reflexionamos sobre nuestra identidad a medida que la Iglesia en este país asume la tarea de un avivamiento eucarístico, que debe comenzar, como nos recuerda el papa Francisco, con la convicción de que somos atraídos a la Eucaristía por “su deseo de nosotros” y que “nadie se ganó el puesto en esa Cena, todos fueron invitados” (“Desiderio Desideravi”, 6, 4). Bendecir y distribuir los óleos sagrados en la Misa Crismal nos pone en contacto con aquellas acciones sagradas que nos han hecho cristianos. Nos recuerda que inmediatamente después de nuestro bautismo, el celebrante nos ungió con el crisma y pronunció estas palabras: “Dios todopoderoso, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que te ha liberado del pecado y dado nueva vida por el agua y el Espíritu Santo, te consagre con el crisma de la salvación para que entres a formar parte de su pueblo y seas para siempre miembro de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey”. Los ritos de bendición de los óleos y la celebración de la Eucaristía junto con las lecturas del profeta Isaías, el Apocalipsis y el Evangelio de San Lucas en la Misa Crismal resuenan con esta obra sacramental de la Trinidad que nos distingue a todos nosotros como sacerdotes encomendados con la misión de Jesús, tal como él lo proclamó al comienzo de su ministerio en Nazaret. De Isaías escuchamos: “Ustedes serán llamados ‘sacerdotes del Señor’; ‘ministros de nuestro Dios’ se les llamará”. Y del Apocalipsis: “aquel que nos amó y nos purificó de nuestros pecados con su sangre y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre. A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén”. Todos pertenecemos a “un reino de sacerdotes”. Y en ese reino, algunos son especialmente ordenados y encargados a servir al sacerdocio de todos los bautizados, para que participando en el único sacerdocio de Jesucristo, quien se declaró el ungido de Dios, el Cristo, todos podamos ser sacerdotes, profetas y reyes en este mundo. Como profetas, proclamamos buenas nuevas a los pobres, una palabra de esperanza a un mundo quebrantado y desgarrado. Como reyes, lideramos, guiamos y dirigimos al mundo por los caminos de la justicia, la paz, la misericordia y la compasión. Como sacerdotes, ofrecemos el sacrificio del Señor y lo unimos a nuestro propio don de nosotros mismos mientras le decimos a Él: “Este es mi cuerpo, esta es mi sangre para muchos”. Y en todo esto, como sacerdotes, profetas y reyes, somos un reino, una comunión viva, los grandes “sínodos”, el pueblo de Dios reunido y viajando de vuelta a casa. Que nunca olvidemos quiénes somos, y que nunca temamos asumir la responsabilidad que se nos ha confiado. Nuestra confianza está en Dios, porque “El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido”. Y nuestra inspiración es que hoy, a través de nosotros, los cristianos, todo lo que alguna vez fue prometido y anunciado del Cristo se esté cumpliendo en nuestro oír. Esta columna fue adaptada de la homilía de la Misa Crismal del cardenal Cupich, presentada en la Catedral del Santo Nombre el 4 de abril.