Cardenal Blase J. Cupich

“No hay nada nuevo bajo el sol”

lunes, marzo 20, 2023

Ese versículo de la Escritura del Libro de Eclesiastés (1:9) me viene a la mente cuando reflexiono sobre la agitación expresada por algunos en la Iglesia y los medios de comunicación sobre el motu proprio “Traditionis Custodes” del Santo Padre y la reciente confirmación dada en la “Rescriptum ex Audientia” emitida por el cardenal Arthur Roche, prefecto del Dicasterio para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.

Recordemos que en esos documentos romanos, el sucesor de Pedro, quien es el garante de la unidad en la Iglesia, llamó a los obispos a ayudar a todos los católicos romanos a aceptar plenamente que los libros litúrgicos promulgados por San Pablo VI y San Juan Pablo II son la expresión única de la “lex orandi” (“la ley de la oración”) del Rito Romano. El hecho de que el Santo Padre tuviera que hacer esto 60 años después del Concilio Vaticano II me entristece pero no me sorprende. Durante mis 50 años como sacerdote y 25 como obispo, he visto focos de resistencia a las reformas y enseñanzas del concilio, especialmente la negativa a aceptar la restauración de la liturgia.

De hecho, San Juan Pablo II desafió esta resistencia de frente en su carta apostólica sobre el 25 aniversario de la “Constitución sobre la Sagrada Liturgia” (“Sacrosanctum Concilium”) del Vaticano II el 4 de diciembre de 1988. Allí escribió:

“Conviene reconocer que la aplicación de la reforma litúrgica ha encontrado algunas dificultades debidas sobre todo a…una tendencia a privatizar el ámbito religioso, por un cierto rechazo de toda institución, por una menor presencia visible de la Iglesia en la sociedad, por un cuestionar la fe personal. Se puede suponer también que el pasar de una mera asistencia —a veces más bien pasiva y muda— a una participación más plena y activa haya sido para algunos una exigencia demasiado fuerte; por lo cual han surgido actitudes diversas e incluso opuestas ante la reforma. En efecto, algunos han acogido los nuevos libros con una cierta indiferencia o sin tratar de comprender ni de hacer comprender los motivos de los cambios; otros, por desgracia, se han encerrado de manera unilateral y exclusiva en las formas litúrgicas anteriores, consideradas por algunos de estos como única garantía de seguridad en la fe”.

Sí, admite, algunas innovaciones extravagantes dañaron la unidad de la Iglesia y ofendieron la piedad de los fieles. Pero añadió: “Esto no debe hacer olvidar que los pastores y el pueblo cristiano, en su gran mayoría, han acogido la reforma litúrgica con espíritu de obediencia y, más aún, de gozoso fervor”. Y luego escribió algo que todos los católicos, especialmente los líderes de la Iglesia, deben tomar en serio: “conviene dar gracias a Dios por el paso de su Espíritu en la Iglesia, como ha sido la renovación litúrgica”.

Mi punto es simplemente este: al igual que san Juan Pablo II, el papa Francisco toma en serio que la restauración de la liturgia fue el resultado del movimiento del Espíritu Santo. No se trataba de la imposición de una ideología en la Iglesia por parte de una sola persona o grupo. Y entonces nadie debería ahora sugerir que el papa Francisco (o, para el caso, el cardenal Roche) tiene alguna motivación en emitir “Traditionis Custodes” y autorizar “Rescriptum” que no sea el deseo de permanecer fiel a las indicaciones del Espíritu Santo que dieron origen a las enseñanzas y reformas del concilio.

Hay otra cosa que el fallecido y santo papa escribió en su carta de 1988 que nosotros los obispos debemos tomar con seriedad. Después de enumerar los muchos motivos para permanecer fieles a las enseñanzas de la “Constitución sobre la Sagrada Liturgia” y las reformas que hizo posible, citó el informe final del extraordinario sínodo de 1985: “La renovación litúrgica es el fruto más visible de la obra conciliar”. Y agregó: “Para muchos, el mensaje del Concilio Vaticano II ha sido percibido ante todo mediante la reforma litúrgica”.

El punto es claro: si nosotros los obispos nos tomamos en serio el ayudar a los católicos a recibir plenamente las enseñanzas del Concilio Vaticano II, entonces tenemos una obligación de promover, en unión con el sucesor de Pedro, la adopción total de las reformas litúrgicas del concilio. Esta es la razón por la que el papa Francisco ha llamado a todos los católicos a aceptar la restauración de la liturgia del Vaticano II como la expresión única de la “lex orandi” del Rito Romano. Su aspiración tiene profundas raíces en la tradición de la iglesia antigua pronunciada por primera vez por Próspero de Aquitania:

“Consideremos los sacramentos de las oraciones sacerdotales, que habiendo sido transmitidos por los apóstoles son celebrados uniformemente en todo el mundo y en cada iglesia católica para que la ley de orar estableciera la ley de creer (‘ut legem credendi lex statuat supplicandi’)”.

Los rechazos continuos a los esfuerzos del Santo Padre para lograr la meta de la aceptación plena de la liturgia restaurada como la expresión única de la manera de orar en el Rito Romano no me sorprenderían, ya que no hay nada nuevo bajo el sol. Pero deberíamos llamarlo por lo que es: resistencia a las indicaciones del Espíritu Santo, y el socavamiento de la fidelidad genuina a la Sede de Pedro.

Este artículo fue publicado originalmente el 27 de febrero por la revista America. Reimpreso con autorización. 

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