Cardenal Blase J. Cupich

Cuaresma: una primavera espiritual

viernes, marzo 10, 2023

Hace poco, un obispo me contó un gracioso incidente ocurrido durante una misa que había celebrado. Cuando llegó el momento de lavarse las manos durante la preparación de las ofrendas, el monaguillo informó al obispo de que el sacristán no había puesto el cuenco de agua y la toalla.

“Está bien”, respondió el obispo. “Podemos saltárnoslo esta vez”. No convencido, el joven protestó: “Pero, Obispo, ¿qué hay de su culpa?”.

Aunque se supone que la oración del sacerdote “¡Señor, lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado!” debe recitarse en silencio, es evidente que el monaguillo la había escuchado lo suficiente como para tomársela a pecho.

La Cuaresma es sin duda un tiempo para limpiarnos de nuestros pecados. Pero debe ser mucho más que lavar de nuestras manos el pecado, especialmente teniendo en cuenta lo que entendemos sobre el pecado. El Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) observa que el pecado, ofensa a la razón, a la verdad y a la recta conciencia, es “faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo… [que ] hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana” (CIC 1849).

En efecto, al pecar nos convertimos en menos de lo que Dios nos ha llamado a ser, y nos perjudicamos a nosotros mismos y a nuestras relaciones mutuas. La Cuaresma, pues, es una invitación a reparar el daño que el pecado nos ha hecho a nosotros mismos y a nuestras relaciones con Dios.

Esto tiene mucho que decir sobre cómo debemos enfocar las prácticas penitenciales cuaresmales de oración, ayuno y limosna. Estas prácticas son oportunidades para cultivar un nuevo crecimiento en el ámbito de nuestras vidas. Quizá por eso se eligió la palabra Cuaresma como nombre para este tiempo litúrgico. En inglés, “Lent” una forma abreviada de la palabra en inglés antiguo “lencten”, que significa “primavera”.

La oración consiste a menudo en pedir a Dios por nuestras necesidades. En esos momentos experimentamos nuestra pobreza humana, nuestra vulnerabilidad y nuestra dependencia de Dios.

Pero la oración es mucho más. Volviendo de nuevo al Catecismo, aprendemos que la oración es donde encontramos la sed de Dios por nosotros, donde encontramos el amor de Dios por nosotros (cf., CIC 2560). Esto es lo que sucede cuando Jesús sale de las aguas del río Jordán, cuando Juan lo bautiza. En ese momento de oración, oye al Padre que le dice: “Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección” (Mc 1, 11).

Comenzamos a recuperar quiénes somos, nuestra dignidad y nuestras relaciones con Dios y con los demás reservando un tiempo en nuestro día para dejar que Dios nos recuerde cuánto somos amados y cuánta sed tiene Dios de nosotros. Ese es el primer paso para responder a la llamada de la Cuaresma a alejarnos del pecado y dejar espacio en nuestras vidas para el nuevo crecimiento de nuestras relaciones con Dios y con los demás.

Debe empezar por escuchar a Dios decirnos cuánta sed tiene de nosotros. Así es como tiene lugar la transformación, que nos permite asumir la misión del discipulado con energía y propósito renovados.

Mi historia favorita sobre el valor del ayuno se encuentra en los relatos evangélicos de las tentaciones que experimentó Jesús al terminar sus 40 días en el desierto. El diablo le tienta para que use su poder de convertir las piedras en pan. Jesús responde que no sólo de pan se vive.

Hay un hambre más profunda en nuestras vidas que define quiénes somos. Es el hambre de ser alimento para los demás, que Jesús revela plenamente en la Última Cena. En la habitación superior con sus discípulos la noche antes de morir, invierte la tentación de Satanás de convertir la piedra en pan convirtiendo el pan en su cuerpo para ser compartido.

Al ayunar, descubrimos nuestra capacidad de vivir nuestras vidas para los demás y descubrimos nuestro poder para permitir que nuestras vidas se rompan y se compartan. Al hacerlo, recuperamos nuestra dignidad y nuestra libertad interior para reconstruir nuestras relaciones con Dios y con los demás.

Por último, cuando damos limosna, no sólo ayudamos a quienes reciben nuestra caridad, sino que tomamos conciencia de lo generoso que Dios ha sido con nosotros, junto con el valor de vivir en solidaridad, y no en competencia, con los demás.

Jesús revela en su propia experiencia de las tentaciones que el vicio de la avaricia se apoya en la mentira del Diablo de que Dios le ha entregado todas las cosas del mundo. La verdad es que, como nos dice Jesús, el Padre ha entregado todo al Hijo y el Hijo no nos negará lo que necesitamos (Jn 3, 35). La limosna nos libera del engaño de Satanás, la ilusión de que las posesiones definen nuestra vida, sustituyéndola por la alegría que da vivir una vida de desprendimiento en beneficio de los necesitados, recuperando así nuestra dignidad y reparando el daño causado por el pecado.

Sí, acerca de la pregunta del joven monaguillo: “¿Qué hay de su culpa?”, es bueno que todos reflexionemos durante la Cuaresma, siempre que nos lleve a una primavera de nuevo crecimiento. No basta con disponer un cuenco de agua y una toalla.

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