Un feligrés recientemente mencionó que mi serie de artículos sobre la Eucaristía le desencadenó recuerdos sobre la manera en que la misa se celebraba antes del Concilio Vaticano II. Uno de ellos tenía que ver con la manera en que se distribuuía la Comunión: “Inmediatamente después de la consagración”, mencionó, “el sacerdote asociado salía y comenzaba a distribuir la Comunión, usando hostias del tabernáculo, mientras el párroco continuaba con la misa. El párroco hacía lo mismo para el asociado cuando él estaba celebrando la misa”. Esta práctica reducía el tiempo que tomaba distribuir la Comunión. Las misas, programadas cada hora, tenían que terminar en 30 a 40 minutos, dada la alta tasa de asistencia. Todo esto puede parecernos extraño ahora, pero eso es porque las reformas de la liturgia del concilio crearon una conciencia de que en la Eucaristía no somos meros espectadores cuyo único papel es recibir la Sagrada Comunión. De hecho, el papa Pío XII escribió en “Mystici Corpus”, 20 años antes del Concilio Vaticano II, que los sacramentos no son algo que el sacerdote hace por sí mismo como el representante de Cristo. Más bien, como él lo expresó, la Iglesia actúa en los sacramentos como “una comunidad sacerdotal orgánicamente estructurada” formando “como si fuera, una persona mística” con Cristo, la cabeza. Pío XII no estaba inventando una nueva enseñanza. Desde los primeros siglos de la Iglesia, los Padres hablaron de la Eucaristía en términos de Cristo uniendo los sacrificios de nuestras vidas con los suyos en la cruz hasta el punto de que somos transformados. San Leo el Grande lo explicó de esta manera: “El efecto de nuestra participación en el cuerpo y la sangre de Cristo es transformarnos en lo que recibimos”. En otras palabras, la Eucaristía no es una calle de un solo sentido, algo que se nos da. Nosotros, también, damos. Nuestros sufrimientos, nuestros sacrificios, unidos a los de Cristo, contribuyen a la gran obra iniciada en la cruz. Una vez que entendemos esta idea central, es fácil ver por qué el concilio identificó los siguientes cuatro principios para dar dirección a la restauración de nuestro culto y cambiar el énfasis de ver a los sacramentos como ceremonias conducidas por el sacerdote a las que asistimos pasivamente solo para recibir algo. 1. Participación completa, activa y consciente en cada liturgia. Como una acción de la Iglesia, con Cristo como cabeza del cuerpo, algunos cambios básicos tuvieron que ser hechos para asegurar la participación plena, activa y consciente de todos los miembros: a) usar un lenguaje comprensible mientras adoramos, pasando del latín al vernáculo, b) rediseño de las iglesias para fomentar la interacción entre las personas, como un altar fijo desde el cual el sacerdote estaría de frente a las personas, c) introducir rituales, posturas y acciones, como rezar el credo, procesiones de los dones y los Evangelios, el signo de la paz, recitar al unísono la Oración del Señor, cantar juntos y períodos de silencio común para promover un sentido de unidad entre los miembros de la comunidad. 2. La liturgia como un evento de diálogo: Dios proclama y el pueblo responde El concilio enfatizó que la liturgia es un evento de diálogo al abrir un mayor acceso a la Biblia entera con un ciclo de tres años de lecturas los domingos y una rotación de dos años para los días de semana. Cada lectura es seguida por una respuesta del pueblo con un salmo y una aclamación. En la oración eucarística, el sacerdote proclama y el pueblo responde en el prefacio, la aclamación y el Gran Amén. Siempre se debe prestar atención a la congregación al tener una homilía en todas las misas, reconociendo las necesidades particulares y niveles de comprensión de los presentes. Es un recordatorio del antiguo principio romano de que los “sacramentos son para el pueblo”. 3. Los ritos y símbolos del culto deben ser claros, comprensibles y sencillos. El concilio restauró la liturgia de acuerdo con el principio de que el rito romano está caracterizado por una noble sencillez. Como resultado, las señales de la cruz múltiples y las genuflexiones repetidas de la liturgia anterior fueron removidas. Asimismo, se hizo énfasis en restaurar la copa para la asamblea, en usar pan que lucía más como pan y en el altar como el símbolo de Cristo en la iglesia. Por esta razón, el tabernáculo debía ser sacado del altar mayor y ser colocado en un espacio o salón separado dentro de la iglesia. Esto no fue para restarle énfasis al sacramento. En cambio, al pedir un lugar apartado del altar, el objetivo era dar atención especial al sacramento reservado, mientras se restauraba la importancia del altar como símbolo de Cristo. 4. Las diversas pero unificadas funciones de la asamblea. El concilio abrió la posibilidad de varios roles para los laicos dentro de la liturgia. Cantores, lectores, ministros especiales de la Eucaristía, personas que saludan, servidores y otros se han convertido en un lugar común en nuestras liturgias. Los sacerdotes no deben asumir estos roles si hay personas calificadas disponibles. Estos roles no reemplazan la necesidad de una participación plena, consciente y activa de la asamblea, sino que en cambio, con el que preside, quienes sirven de esta manera animan la participación de todos. Yo abrí esta serie de reflexiones en preparación del avivamiento eucarístico de tres años que hemos comenzado en este país observando que haríamos bien en prestar atención a la carta del Santo Padre: “Desiderio Desideravi”. Nuestro avivamiento eucarístico debe estar en sintonía con su llamado “a redescubrir, custodiar y vivir la verdad y la fuerza de la celebración cristiana” como un medio para apreciar más plenamente “la belleza de la celebración cristiana y de sus necesarias consecuencias en la vida de la Iglesia”. Como me recordó un obispo, el Concilio Vaticano II enseñó que la celebración eucarística, no la hostia sagrada en la custodia, es la fuente y cumbre de la vida cristiana. De hecho, los ritos de la iglesia insisten en que la adoración del Santísimo Sacramento debe conducir a y derivar de la celebración de la Eucaristía en la misa. Es en la sagrada liturgia donde encontramos al Señor crucificado y resucitado y somos invitados a participar en el misterio pascual participando en su obra de salvar el mundo. Este es el núcleo de nuestra fe eucarística, ya que, como observa el Santo Padre: “La fe cristiana, o es un encuentro vivo con Él, o no es”. Allí radica el verdadero sentido del misterio en la liturgia, que se nos da una participación en la obra salvífica de Cristo al ser iniciados más profundamente como miembros de su cuerpo. Vimos en estas semanas cómo la escolaridad y la investigación del movimiento litúrgico en el siglo XX recuperaron fuentes de los primeros días de la iglesia que inspiraron al papa Pío XII a comenzar una restauración de nuestro culto. Los padres del Concilio Vaticano II no sólo continuaron este trabajo, sino que hicieron de la renovación litúrgica la pieza central de la reforma de la Iglesia, guiados por el antiguo principio “lex orandi, lex credendi”, “la iglesia cree mientras ora”. El concilio fue un evento decisivo que trajo un cambio enorme para la Iglesia y el mundo. Hemos logrado mucho en estas últimas cinco décadas. Los ritos revisados ayudan a que nuestras comunidades sean vibrantes, permitiendo a cada uno de nosotros expresar en nuestras propias vidas y manifestar a otros la presencia salvadora de Cristo en el mundo a través de la Iglesia. Esta fue la meta del Concilio Vaticano II. Pero sería un error leer esta historia solo en términos de cambio o progreso humano. Como lo señalé anteriormente, el papa Juan Pablo II llamó a la renovación litúrgica un movimiento del Espíritu Santo en la Iglesia. Eso significa que la renovación es lo que Dios quiere. Es impulsada por el Espíritu de Cristo y la providencia de Dios. Sus palabras hacen eco de lo que los padres dijeron en el concilio: “El celo por promover y reformar la sagrada Liturgia se considera, con razón, como un signo de las disposiciones providenciales de Dios en nuestro tiempo, como el paso del Espíritu Santo por su Iglesia, y da un sello característico a su vida, e inclusive a todo el pensamiento y a la acción religiosa de nuestra época”. (“Constitución sobre la Sagrada Liturgia”, 43). El esfuerzo que ponemos en la renovación litúrgica según el concilio es lo que Dios quiere. No es frecuente que tengamos una declaración tan específica, clara y autoritaria acerca de lo que Dios desea de nosotros, pero aquí está en palabras que son inequívocas e intransigentes. Que esa sea nuestra fuente de aliento mientras nos comprometemos a un avivamiento eucarístico que da una energía fresca a la renovación litúrgica una vez más con fervor lleno del Espíritu.