Cardenal Blase J. Cupich

Carta del cardenal Cupich sobre la violencia en Chicago

jueves, julio 29, 2021

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Estimadas hermanas y hermanos:

En Chicago, en el área metropolitana, y aún más ampliamente en nuestra nación, enfrentamos un momento profundamente doloroso en nuestra vida juntos. Muchas familias están afligidas por la pérdida de seres queridos a causa de la violencia, y esos seres queridos incluyen bebés y niños pequeños. El dolor se agrava por la insensatez de la pérdida. El miedo nos acompaña a muchos de nosotros a medida que avanzamos en nuestra vida diaria. Tenemos miedo de convertirnos en víctimas de la violencia armada, o un robo de auto, o un asalto. Y tenemos miedo no sólo de nosotros mismos, sino también de las personas por las que nos preocupamos.

A medida que nos recuperamos de la pandemia y adoptamos una forma de vida más familiar, la comodidad de la normalidad que esperábamos está siendo estropeada por una violencia acechante que nos amenaza a todos.

Es comprensible que queramos que esta horrible situación se resuelva sin demora. Los líderes gubernamentales y los activistas comunitarios han ofrecido muchas ideas, por ejemplo: una policía más eficaz, la reforma del sistema de justicia penal, la contención de la avalancha de armas ilegales, el desmantelamiento de las pandillas, la inversión en barrios históricamente desfavorecidos, el fortalecimiento de la educación y el apuntalamiento de la vida familiar. No puedo afirmar que tenga una experiencia especial en todas estas cuestiones. Pero como pastor, puedo señalar la crisis espiritual subyacente que ha provocado esta situación violenta e inestable.

Cuando la violencia provoca dolor, miedo y pérdida de esperanza, como siempre ocurre, las personas se sienten alejadas unas de otras. En un nivel, las fracturas parecen seguir las líneas de raza, etnia, clase económica y afiliación política. Pero es mucho más profundo que eso. Parece que no podemos o no queremos comprender que estamos inextricablemente conectados unos con otros. Sin embargo, somos realmente fratelli tutti como dijo el papa Francisco, todos hermanos y hermanas unos de otros. Si perdemos ese sentido de interconexión, también perdemos nuestro sentido de la compasión, empatía y responsabilidad por los demás. Y eso supone una pérdida espiritual incalculable, con profundas consecuencias para la convivencia como vecinos, como miembros de la misma familia humana. En este sentido, recuerdo las proféticas palabras del Dr. Martin Luther King en 1964: “Debemos aprender a vivir juntos como hermanos [y hermanas] o perecer juntos como tontos” (St. Louis, 22 de marzo de 1964).

El reto, especialmente para los creyentes, se encuentra en el centro mismo de la identidad de la Iglesia. Al principio de la Constitución sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II vemos unas palabras poderosas y definitorias: la Iglesia es a la manera de un sacramento, es decir, un signo eficaz de la unidad de toda la humanidad en Dios. Si nosotros, el pueblo de Dios, debemos permanecer fieles a nuestra identidad y nuestro llamado, debemos responder al desafío a la solidaridad humana que ha provocado la violencia. Al mismo tiempo, podemos preguntarnos legítimamente: ¿Qué podemos hacer? ¿Qué diferencia podemos hacer? ¿Cómo podemos superar las brechas que nos separan?

La fe no nos da soluciones preparadas a problemas complejos. La fe nos da la esperanza de que, con la ayuda de Dios, podemos avanzar, y que debemos avanzar lo mejor posible. Teniendo esto en cuenta, quiero proponer a los católicos y a todas las personas de buena voluntad cinco pasos que podemos dar:

  1. Hacer preguntas: Explorar nuestra experiencia y buscar la comprensión, pero al hacer preguntas, también estar preparados para escuchar auténticamente, incluso cuando lo que oímos resulte doloroso.

  2. Dialogar: Buscar intercambios honestos con personas de diferentes orígenes. Ninguna persona o grupo tiene todas las respuestas, y cuando hablamos y escuchamos a quienes tienen experiencias y conocimientos diferentes a los nuestros, empezamos a avanzar hacia la comprensión. Cultivamos la empatía.

  3. Orar: Pedir iluminación, poner a las personas con problemas en manos de Dios, e imaginar a Jesús caminando con nosotros, porque lo está haciendo.

  4. Seguir las mociones: Si realmente nos abrimos a Dios y a los demás, y si permanecemos atentos, comenzaremos a identificar a dónde nos está guiando Dios. Esto es discernimiento.

  5. Mantenerse conectados: La gran tentación durante un tiempo de crisis es retirarse a lo que consideramos un espacio seguro. De hecho, lo que más necesitamos es salir de nuestra zona de confort y acompañarnos unos a otros, incluso cuando eso exige un esfuerzo y hasta un cierto riesgo.

Para las personas de fe, independientemente de la gravedad de la crisis, la última palabra es la confianza en Dios. Las conmovedoras palabras del Salmo 91 me han consolado y han fortalecido mi determinación en estos días:

Tú que vives al amparo del Altísimo y resides a la sombra del Todopoderoso,

di al Señor: “Mi refugio

y mi baluarte, mi Dios, en quien confío”.

Él te librará de la red del cazador y de la peste perniciosa; te cubrirá con sus plumas,

y hallarás un refugio bajo sus alas.

 

No temerás los terrores de la noche, ni la flecha que vuela de día,

ni la peste que acecha en las tinieblas, ni la plaga que devasta a pleno sol.

Aunque caigan mil a tu izquierda y diez mil a tu derecha, tú no serás alcanzado:

su brazo es escudo y coraza.

 

Y finalmente, en palabras del papa Pablo VI: “Si quieres la paz, trabaja por la justicia”. Que Dios los bendiga a ustedes y a sus seres queridos y los mantenga a salvo.

 

Sinceramente suyo en Cristo,

Cardenal Blase Cupich

 

Carta enviada a las parroquias el 9 de julio

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