Cardenal Blase J. Cupich

‘Hijos de la misma tierra’

viernes, octubre 9, 2020

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La frase lakota mitakuye oyasin se usa con frecuencia al final del discurso de una persona mayor. Significa sencillamente, “todos estamos relacionados, todos somos parientes”. Expresa una comprensión de que la existencia humana pertenece a un pueblo que comparte una herencia y destino común. Y, en marcado contraste al individualismo radical, recuerda a los miembros de la tribu que ellos descubren quiénes son, su propósito y dignidad, a través de sus relaciones entre sí.

Esta expresión nativo-americana llega a la mente mientras leo la nueva encíclica del Santo Padre, Fratelli Tutti. Su título es la frase que San Francisco de Asís usaba para “dirigirse a todos los hermanos y las hermanas, y proponerles una forma de vida con sabor a Evangelio”. El papa Francisco ahora se dirige a toda la humanidad como una tribu, una raza, la raza humana, para hablarnos de “una característica esencial del ser humano, tantas veces olvidada: hemos sido hechos para la plenitud que sólo se alcanza en el amor”.

Su objetivo es despertar una nueva forma de vida, al recordarnos que solamente a través de nuestras relaciones como hermanos y hermanas llegamos a “la elaboración de nuestra identidad”.

Repensar cómo vivimos juntos en esta partícula de polvo cósmica que llamamos Tierra es aún más imperativo hoy, escribe el papa. “El dolor, la incertidumbre, el temor y la conciencia de los propios límites que despertó la pandemia, hacen resonar el llamado a repensar nuestros estilos de vida, nuestras relaciones, la organización de nuestras sociedades y sobre todo el sentido de nuestra existencia”.

Sin embargo, no debemos ser ingenuos respecto a los formidables obstáculos en la tarea de recuperar nuestra preocupación por todos los seres humanos: “Se encienden conflictos anacrónicos que se consideraban superados, resurgen nacionalismos cerrados, exasperados, resentidos y agresivos. En varios países una idea de la unidad del pueblo y de la nación, penetrada por diversas ideologías, crea nuevas formas de egoísmo y de pérdida del sentido social enmascaradas bajo una supuesta defensa de los intereses nacionales”.

El papa Francisco ofrece un camino hacia adelante, al señalar primeramente las señales de esperanza y luego ofrecer una penetrante reflexión sobre la Parábola del Buen Samaritano.

En relación con lo primero, nos dice que a pesar de los desafíos que enfrentamos, “Dios sigue derramando en la humanidad semillas de bien. La reciente pandemia nos permitió rescatar y valorizar a tantos compañeros y compañeras de viaje que, en un entorno de miedo, reaccionaron poniendo su vida en riesgo. Fuimos capaces de reconocer cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes que, sin lugar a duda, escribieron los acontecimientos decisivos de nuestra historia compartida: médicos, enfermeros y enfermeras, farmacéuticos, empleados de los supermercados, personal de limpieza, cuidadores, transportistas, hombres y mujeres que trabajan para proporcionar servicios esenciales y seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas… comprendieron que nadie se salva solo”.

La pieza central de la encíclica es la Parábola del Buen Samaritano, que nos pone en contacto con la lucha interna que cada uno de nosotros experimenta cuando encontramos a aquellos que sufren: “Enfrentamos cada día la opción de ser buenos samaritanos o indiferentes viajantes que pasan de largo. Y si extendemos la mirada a la totalidad de nuestra historia y a lo ancho y largo del mundo, todos somos o hemos sido como estos personajes: todos tenemos algo de herido, algo de salteador, algo de los que pasan de largo y algo del buen samaritano”.

Él pregunta: “¿A cuál de ellos te pareces? Nos hace falta reconocer la tentación que nos circunda de desentendernos de los demás; especialmente de los más débiles. Digámoslo… nos acostumbramos a desviar la mirada, a pasar de lado, a ignorar las situaciones hasta que estas nos golpean directamente”.

Esto ciertamente no es una enseñanza nueva de nuestra fe. Como nos recuerda el Santo Padre, cristianos de los primeros tiempos comprendieron que “si alguien no tiene lo suficiente para vivir con dignidad se debe a que otro se lo está quedando. Lo resume san Juan Crisóstomo al decir que ‘no compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos’; o también en palabras de san Gregorio Magno: ‘Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les damos nuestras cosas, sino que les devolvemos lo que es suyo’”.

Aunque esta parábola desafía a cada uno de nosotros a tomar una decisión sobre cómo incluimos o excluimos a la humanidad que sufre, aquellos que yacen en la zanja junto al camino, puede servir como un criterio que “define todos los proyectos económicos, políticos, sociales y religiosos”. El punto de partida para nosotros individualmente y como una comunidad humana es cultivar “una fraternidad abierta, que permite reconocer, valorar y amar a cada persona más allá de la cercanía física, más allá del lugar del universo donde haya nacido o donde habite”.

La invitación del Santo Padre en esta carta es muy sencilla y directa. “Soñemos como una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos”.

En otras palabras, mitakuye oyasin.

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