Cardenal Blase J. Cupich

Es momento para una reconciliación nacional

lunes, junio 1, 2020

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Cuando llegaron las noticias que este pasado fin de semana del Día de los Caídos fue el más sangriento en Chicago en cinco años, con la mayoría de la violencia afectando a comunidades de color, no teníamos idea de lo mucho peor que se iba a poner la semana. Ochocientas millas al este, a una mujer blanca que paseaba a su perro en Central Park, un observador de aves le pidió que atara a su mascota, como lo requieren los anuncios publicados. Resulta que el hombre es de raza negra. Ella respondió prometiendo llamar a la policía y decir que un “hombre afroamericano está amenazando mi vida” tratando al 911 como una línea de servicio al cliente. Doce horas más tarde y 400 millas al noroeste de Chicago, un hombre de Minneapolis fue arrestado por presuntamente tratar de pasar un billete de $20 falsificado. Él también resultó ser de raza negra, pero este encuentro con una persona blanca en el Día de los Caídos, un oficial de policía, terminó de manera diferente. Él murió después que el oficial se arrodilló en su cuello durante aproximadamente 9 minutos —a pesar de los gritos desesperados del hombre por aire, y dolorosamente, por su madre muerta. El nombre del hombre era George Floyd. Nosotros nunca debemos olvidarlo.

(Lea la declaración del 31 de mayo del cardenal Cupich)

“Nosotros”. Es una palabra difícil de usar para los estadounidenses blancos en estos días en que la angustia ardiente, la ira acumulada y el dolor existencial explotan en protestas, algunas de las cuales llegan a la violencia. Las personas blancas nunca debemos pretender que nuestro lugar es narrar la experiencia de los estadounidenses que no son blancos, mucho menos sentirnos justificados al simplemente condenar la violencia contra las personas de raza negra o la violencia que se ha provocado desde esa furia justificable. Nadie debería permitirse desestimar los objetivos de los manifestantes pacíficos porque algunos entre ellos explotaron la ira al involucrarse en actos criminales. Tampoco debemos subestimar el trabajo legítimo del personal de emergencia y cumplimiento de la ley, a pesar de las peligrosas y exageradas reacciones de algunos contra los manifestantes y los periodistas que cubren estas manifestaciones.

La responsabilidad de cualquier prójimo, cualquier ciudadano, especialmente aquellos de nosotros que profesamos creer en Jesucristo, es hacer el trabajo de acompañar a sus hermanos y hermanas que llevan este dolor cada día de sus vidas.

Ese trabajo comienza al comprender que cuando esos sentimientos estallan no vienen de la nada. Ellos son la consecuencia de siglos de injusticia racial nacional que comenzó con la práctica inhumana de la esclavitud, fue reinstitucionalizada durante la era de Jim Crow y continua hoy en día con las innumerables formas en que las personas de color son tratadas como si fueran menos, o peor. Las personas de color sufren discriminación y humillaciones no solo de los individuos racistas, sino desde las mismas estructuras erigidas por nuestra sociedad que estaban destinadas a proteger a los vulnerables.

Los estadounidenses deben darse cuenta de que debajo de la indignación está la misma aspiración que todas las personas tienen de perseguir libremente una vida con sentido y florecimiento. La muerte de George Floyd no fue el único causante de los disturbios civiles que nuestra nación está presenciando hoy. Simplemente encendió la frustración de un pueblo al que se le ha dicho repetidamente en nuestra sociedad: “No importas”, “No tienes lugar en la mesa de la vida” — y esta dolorosa frustración se ha ido acumulando desde que los primeros barcos de esclavos atracaron en este continente.

Es aquí donde nuestra conversación sobre la sanación debe comenzar, no con simples repudios, sino enfrentando los hechos. Debemos preguntarnos a nosotros mismos y a nuestros oficiales electos: ¿Por qué las personas de piel negra y morena son encarceladas a tasas más altas que los blancos por las mismas ofensas? ¿Por qué las personas de color están sufriendo desproporcionadamente los efectos del nuevo coronavirus? ¿Por qué nuestro sistema educativo está fallando en preparar a los niños de color para una vida en la cual puedan florecer? ¿Por qué todavía estamos haciendo estas preguntas y no estamos moviendo cielo y tierra para responderlas, no con palabras, sino con el cambio sistemático que llevará finalmente a corregir estos errores?

Estas preguntas deberían ser particularmente preocupantes para las personas de fe. Como lo señaló la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos en su declaración reciente sobre la muerte de George Floyd y las protestas resultantes, “No podemos hacernos la vista gorda a estas atrocidades y todavía tratar de profesar el respeto a cada vida humana. Servimos a un Dios de amor, misericordia y justicia”. Citando un documento reciente sobre el racismo, la USCCB prosiguió para decir: “Como obispos, declaramos inequívocamente que el racismo es un asunto de vida”. De hecho, el racismo y sus consecuencias de muerte no son solo ofensas contra nuestros hermanos y hermanas en tanto seres humanos prójimos. Son ofensas contra Dios, el padre de todos nosotros.

¿Y cómo responden las personas de fe cuando se dan cuenta de que han ofendido a Dios? Se confiesan. Reconocen su pecado, expresan remordimiento y se comprometen a ser mejores. Pero cuando se trata de la esclavitud, pecado original de nuestra nación, y el racismo, que continúa esclavizando en nuestro tiempo, ¿hemos hecho eso como estadounidenses? ¿lo hemos hecho como iglesia? ¿O más a menudo hemos buscado consuelo en el “esto pasa allá” de los actos racistas y crímenes? ¿Hemos desviado nuestra mirada al fingir que la “violencia relacionada a las pandillas” y las condiciones que la hacen posible realmente no son “nuestro problema”?

Otras sociedades han experimentado ofensas inimaginables contra la humanidad y han encontrado maneras de involucrar a la historia, para admitir los crímenes, para responsabilizar a los que los han cometido y para avanzar hacia algo parecido a la reconciliación: el asesinato de seis millones de judíos por el régimen nazi, el genocidio de Ruanda, los crímenes del apartheid en Sudáfrica. Nosotros los estadounidenses también podemos hacer esto. Estamos retrasados para dicha reconciliación nacional y la necesidad de dar cuenta de la historia de violencia contra las personas de color en este país.

La tragedia no elimina la esperanza. Si hay algo que nosotros los cristianos tomamos de nuestra fe, es que incluso los actos más oscuros pueden ser redimidos por el amor. Y es al amor a lo que se llama ahora. Como dijo el Dr. Martin Luther King Jr., “La oscuridad no puede expulsar a la oscuridad; solo la luz puede hacer eso. El odio no puede expulsar al odio; solo el amor puede hacer eso”. No el amor de amistades transaccionales y asociaciones baratas hechas al clic del botón de un ratón o de un fácil retuitear. Alardear solidaridad no lo hará. Solamente el arduo trabajo del amor familiar nos pondrá en el camino hacia la justicia. El amor del que leemos en la Escritura. El amor que Dios tiene por sus hijos, cada uno de nosotros, incluso cuando fallamos —especialmente cuando fallamos. Porque Dios sabe de lo que sus hijos son capaces, no solo cómo podemos fallar en nuestra humanidad, pero aún más cómo la podemos construir. Y depende de nosotros mostrar a Dios, mostrar a todos nuestros hermanos y hermanas, los prójimos que conocemos y los que nunca conoceremos, lo profundo que podemos amar.

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