Cardenal Blase J. Cupich

Lidiando con los enigmas del dolor y de la muerte

viernes, mayo 8, 2020

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Recientemente supe que un hombre que yo conocía de mis primeros días como sacerdote murió de causas naturales. Vivió una vida larga, habiendo crecido durante la Gran Depresión.  

Él fue piloto durante la Segunda Guerra Mundial, formó una familia después de la guerra y sirvió bien a su comunidad e iglesia. Ahora, él se ha ido con Dios, y su esposa e hijos y todos los que lo conocieron lloran su muerte.

Todos nosotros estamos experimentando una sensación de pérdida en estos días y tratando de darle sentido. Primeramente, a todos los que han perdido seres queridos o amigos, bien sea por COVID-19 o cualquier otra causa, quiero expresar mis más profundas condolencias y garantía de oraciones.

También cerca de mi corazón están todos aquellos que están luchando con otras grandes pérdidas. Pienso en las enfermeras y los doctores que cuidan a los enfermos, en aquellos que han perdido sus trabajos, negocios o salud. Por favor sepan que estoy con ustedes.

Además de estas pérdidas, también quiero reconocer la pérdida que todos sentimos al no tener acceso a los sacramentos, en los cuales confiamos para el alimento espiritual. También reconozco el dolor experimentado por aquellos cuyas parroquias han cerrado, algo que quiero abordar más plenamente en su momento.

La pena y la pérdida, sin importar cómo son experimentadas, nos pueden dejar desanimados y desorientados, sintiendo que hemos sido abandonados. La tentación en tales momentos es pensar que estamos solos en nuestro sufrimiento. Sin embargo, el núcleo de nuestra fe en el Señor resucitado es que nunca estamos solos en nuestra pena.

Oímos eso en el clamor de los primeros discípulos: “¡El crucificado verdaderamente ha resucitado! Él está con nosotros”. No solamente está con nosotros, sino que —como enseña el Concilio Vaticano II— en sus propios sufrimientos, Cristo “abrió el camino” para nosotros, y si lo seguimos “la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido”. (“Gaudium et Spes”, 22).

No es que nos libremos de todo dolor, sino más bien que abordamos nuestras pérdidas con renovados ojos, viendo cómo incluso las pérdidas “se santifican y adquieren nuevo sentido” en Cristo. Jesús no solamente nos acompaña en nuestro dolor, él hace de ello algo nuevo.

Esto me trae de vuelta al hombre que conocí en mis primeros días como sacerdote. Su obituario cuenta cómo creció en una granja en la franja de Nebraska. Su padre murió cuando él era joven, dejando a su madre y hermanos para trabajar la tierra. El hermano mayor se hizo cargo de la agricultura, y un año todo se juntó: hubo mucha lluvia, mucho sol, y el hermano estaba orgulloso de que podía entregar una gran cosecha para su familia ese año.

Pero entonces, un día, una tormenta de granizo destruyó todo. La familia había trabajado tan duro, y ahora todos sus esfuerzos parecían perdidos. Estaban inconsolables.

Justo entonces, la madre salió al campo y vio lo abatido que estaban los jóvenes. “OK, chicos, recojan esas piedras de granizo”, dijo. “Vamos a hacer helado para los vecinos”.

En ese momento, ella ayudó a los jóvenes a ver su pérdida desde una perspectiva más amplia y transformar la pérdida en una oportunidad de servir. Esta historia fue contada en el obituario del hombre, porque con frecuencia la había compartido con sus hijos para enseñarles a tener esperanza en momentos de prueba.

La madre representa a muchas personas santas en nuestras vidas que nos animan mientras experimentamos pérdida. Todas pertenecen a esa comunión de santos que afirmamos en nuestro credo cada domingo.

La comunión de los santos incluye a todos los santos en el cielo, pero también “la comunión de todos los fieles cristianos”, como dice el Catecismo de la Iglesia Católica (962). Cuando necesitamos ayuda viendo más allá de nuestras pérdidas inmediatas, tenemos esa santa comunión para ayudarnos a ver cómo “en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte” (“Gaudium et Spes,” 22).

Estamos, de hecho, en un momento de gran pérdida. Esa madre, sin duda, sintió tanto como sus hijos el dolor de perder una cosecha en una tormenta por causalidad. Sin embargo, convirtió su pérdida en un momento de esperanza dirigiendo su atención a las necesidades de otros que también sufrieron pérdida ese día, sus vecinos.

Mientras lloramos nuestras propias pérdidas en estos días difíciles, inspirémonos por esa buena mujer y las muchas personas que Dios envía en momentos de crisis. Ellos son la comunión de los santos que nos han enseñado a confiar el mensaje de Pascua: “en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte”.

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