Cardenal Blase J. Cupich

Recuperando nuestro sentido de solidaridad

lunes, septiembre 23, 2019

Hace más de un cuarto de siglo, el fallecido cardenal Joseph Bernardin habló acerca de la futilidad de tratar temas importantes como el aborto, la pena capital, la proliferación nuclear, el uso de la fuerza militar y otros, como temas separados. Él abogaba por una ética de vida consistente, conectando así estos asuntos de una manera integral. Hoy en día, sin embargo, las divisiones dentro de la iglesia y la sociedad no se dan solamente sobre posiciones encontradas en torno a los asuntos. Nosotros como pueblo estamos divididos. Nuestro mundo está plagado por el terrorismo global y el resurgimiento del nacionalismo, amenazado por el cambio climático, la explotación de recursos limitados, la exclusión de muchas personas que se quedan sin hogar, o forzadas a migrar debido a guerras y privaciones. Como resultado, nos hemos vuelto temerosos el uno del otro en un momento marcado por grandes divisiones en torno a raza, etnicidad, religión y lugar de origen.

El reto para nosotros hoy, entonces, no es solamente que estamos divididos en torno a los asuntos, como fue el caso en la era del cardenal Bernardin. La humanidad misma está dividida. Las personas están viviendo una existencia aislada, “protegidos” unos de otros por sus redes sociales, los medios de comunicación que consultan, los libros que leen. Esto les permite evitar encontrarse con diferencias, lo que oscurece nuestra humanidad compartida, así como también los lazos que históricamente nos han unido como una nación de inmigrantes.

Como lo observa Arthur Brooks en su libro reciente Love Your Enemies (Ama a tus enemigos) esto ha creado una “pandemia de desprecio”, que tiene en su corazón, en palabras del filósofo del siglo XIX Arthur Schopenhauer, “la convicción impoluta de la inutilidad de otro”.

Este ambiente tóxico de “ira mezclada con repugnancia” está infectando nuestro ambiente político, especialmente cuando voces dentro de las salas de gobierno dan lugar a la xenofobia, nacionalismo, populismo e intolerancia racial. Esta polarización también se está extendiendo a la vida de la iglesia – al punto que parece ser temporada abierta de enseñanzas papales, especialmente aquellas que llaman a reformas necesarias en la iglesia, promoviendo la consistente aplicación de las enseñanzas sociales de la iglesia en torno a la dignidad humana, cuidado del medio ambiente y una opción preferencial por los pobres. Tristemente, los ataques ad hominem a través de las redes sociales, incluyendo contra el papa Francisco, parecen ser un lugar común.

Particularmente interesante es la mención de Brooks de la sólida investigación que muestra que el desprecio “no solo desestabiliza nuestras relaciones y nuestras políticas…también causa una degradación completa de nuestro sistema inmunológico. Daña la autoestima, altera el comportamiento e incluso deteriora el procesamiento cognitivo. No es solamente perjudicial para la persona que está siendo maltratada. También es perjudicial para la persona despectiva, porque el tratar a las personas con desprecio nos hace segregar dos hormonas del estrés: cortisol y adrenalina”. El problema es que el desprecio es como una droga. Es adictivo, y hay traficantes que explotan los miedos de las personas.

Brooks ofrece un tratamiento de desintoxicación: compartir nuestras historias los unos con los otros. Hacerlo estimula una “hormona en el cerebro llamada oxitocina. Es una hormona sintetizada en el hipotálamo del cerebro; nos hace sentir unidos a los demás (y nos volvemos) más confiables, generosos, caritativos y compasivos”.

El papa San Juan Pablo II compartió preocupaciones similares por las divisiones dentro de la humanidad, sabiendo que eventualmente erosionarían la unidad dentro de la iglesia. Es por eso por lo que introdujo el concepto de solidaridad. Su meta era unir a la humanidad a través de un nuevo despertar de nuestra interdependencia como una familia humana. En su innovadora encíclica Sollicitudo Rei Socialis, el santo nos insta a “ver al ‘otro’ —persona, pueblo o Nación—…como un ‘semejante’ nuestro, una ‘ayuda’… partícipe, como nosotros, del banquete de la vida al que todos los hombres son igualmente invitados por Dios”.

Es momento de que todos nosotros iniciemos una conversación sobre la necesidad de reemplazar una cultura de desprecio con una cultura de solidaridad. Justo como Brooks abogaba por la importancia de compartir nuestras historias los unos con los otros, el Compendio de la Enseñanza Social Católica insta a que “los hombres de nuestro tiempo cultiven aún más la conciencia de la deuda que tienen con la sociedad en la cual están insertos: son deudores de aquellas condiciones que facilitan la existencia humana, así como del patrimonio, indivisible e indispensable, constituido por la cultura, el conocimiento científico y tecnológico, los bienes materiales e inmateriales, y todo aquello que la actividad humana ha producido”.

Pero también requerirá a todos los católicos reflexionar y tomar seriamente la primera señal de la iglesia, específicamente, que somos uno. El Santo Padre tiene el carisma único de garantizar esa unidad. Siempre debemos estar dispuestos a distanciarnos de cualquiera que lastime ese ministerio de unidad, la unidad por la cual el Señor mismo oró la noche antes de morir por nosotros: “Padre, yo oro…para que todos sean uno. Como tú, oh Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste”.

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