Cardenal Blase J. Cupich

Una familia humana

miércoles, agosto 23, 2017

Durante las últimas semanas en misa, hemos estado leyendo del profeta Isaías, que recuerda a la gente que aunque ellos son la raza elegida, desde el principio Dios deseaba la unidad de todas las personas. A pesar de que la humanidad está dividida por cultura, herencia e idioma, Dios nos creó para ser una familia humana, una raza: la raza humana.

Este recordatorio de nuestra unidad fundamental como pueblo no podía llegar en un momento más necesario, cuando nuestra nación continúa enturbiándose por la violencia y el odio mostrado por los supremacistas blancos en Charlottesville y más allá. El racismo es el pecado original de nuestro país, una herida que siempre necesita ser atendida. No puede haber equivocación. El racismo es un pecado. La supremacía blanca es un pecado. El neonazismo es un pecado. Sabemos esto. Sin embargo, aquí estamos en 2017, de luto por la muerte de Heather Heyer, asesinada por un vehículo conducido hacia un grupo de personas en Charlottesville que protestaba contra el odio. Aquí estamos de luto por la muerte de dos oficiales de policía estatales de Virginia, Berke Bates y Jake Cullen, cuyo helicóptero cayó mientras monitoreaban el caos. ¿Cuántos de nuestros jóvenes fueron a la guerra para combatir la ideología del odio que conocemos como nazismo? ¿Cuántos se sacrificaron y trabajaron para apoyar el esfuerzo de resistir ese mal? Los llamamos La generación más grande. ¿Cómo será llamada la generación actual?

Por supuesto, encontramos excusas fáciles para vivir de maneras tribales. Nos enfocamos en nuestras diferencias y en los aspectos que encontramos inaceptables o incluso amenazantes a nuestra manera de vivir. Excluimos a los otros, aferrados a la comodidad de lo que es familiar. Como resultado, las tensiones y divisiones surgen, las hostilidades estallan y el odio paraliza a la sociedad dentro de la desesperanza.

Los textos del Evangelio que han acompañado las Escrituras Hebreas en nuestro culto nos desafían recientemente a buscar lo que tenemos en común con otros. Tomemos, por ejemplo, la historia de la mujer cananea, que rogó a Jesús sanara a su hija poseída. Los seguidores de Jesús le pidieron que la desechara, que la separara de ellos como a una extraña. Ella era pagana, después de todo, y pertenecía a una tribu conocida por ser supersticiosa y por su hostilidad histórica hacia el pueblo judío. Cuando Jesús desestima su petición al ignorarla, ella persiste, insistiendo que Jesús sane a su hija que sufría.

Sin embargo Jesús vio en ella algo que a los discípulos se les escapó: su gran fe y su gran amor por su hija. Esto es claro en su voluntad de humillarse al hacer repetidas peticiones a Jesús. Ella también parece tener un buen sentido del humor para responder al comentario de Jesús sobre no dar la comida de los niños a los perros: “Si, Señor, pero incluso los perros comen los desechos que caen de la mesa del Amo”.  Jesús entonces deja pasmados a sus discípulos y espectadores al llamarla una mujer de gran fe. Me pregunto que habrá pensado Pedro acerca de ello, especialmente después de que fue reprendido por su poca fe, fallando en confiar en Jesús quien lo llamó a caminar hacia él sobre las aguas tempestuosas.

En respuesta a los terribles eventos en Charlotesville, el CEO de Google, Sundar Pichai, envió una carta a sus empleados en la que condena el terrorismo en todas sus formas, incluyendo la marcha supremacista blanca en Virginia y los ataques en España por los cuales ISIS se responsabilizó. Los terroristas buscan dividirnos, escribió. “El desafío y la mejor respuesta es hablar, no darle al odio un lugar para enconarse y unirnos alrededor de los valores que compartimos”, continuó. “Con frecuencia es difícil para la gente encontrar algo en común y encontrar las mejores maneras para contrarrestar la creciente ola de odio y terrorismo. Pero la historia ha mostrado que debemos intentarlo”.

Cuando nos encontramos con personas diferentes a nosotros, con mucha frecuencia somos tentados a buscar aquellas cosas que validan nuestros miedos y nuestros prejuicios, convenciéndonos de que estamos justificados a excluirlos de nuestro grupo, nuestra tribu, nuestra familia. Se ha observado que cuando se está buscando el oro, toneladas de tierra y rocas tienen que ser apartadas para encontrar una onza de oro. Los mineros no van a una mina buscando tierra; van para encontrar el oro. Los Evangelios en estas semanas de verano nos proveen el mensaje oportuno que en vez de buscar tierra, debemos darnos a la tarea de buscar el oro en cada persona, atesorando de este modo las diferencias entre nosotros como regalos que nos enriquecen a todos.  

Dios no nos hizo a todos iguales. Dios hizo nuestras diferencias. Y es en esas enriquecedoras diferencias que experimentamos la verdad permanente que debemos proclamar en palabra y hecho: todos somos hechos a la imagen de Dios. Creer eso tiene consecuencias. Significa saber que todos juntos formamos una familia humana. Y que nos debemos los unos a los otros lo que todos los miembros de una misma familia merecen: amor. Porque, como lo señaló la madre de Heather Heyer tan poderosamente apenas unas horas después de que su hija fue asesinada, “el odio no puede arreglar el mundo. El odio solo engendra más odio”. Como portadores de la imagen de Dios, todos nosotros compartimos la responsabilidad de romper ese ciclo, y ese trabajo debe comenzar ahora.

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