Con la solemnidad de Pentecostés celebramos el nacimiento de nuestra Iglesia. Desde sus humildes orígenes, Cristo selecciona a un grupo de hombres para ejecutar la misión de llevar la Buena Nueva y el Evangelio de salvación al mundo entero. En su invitación inicial Cristo no convoca a los académicos, eruditos o aquellos con influencia o peso social. Seleccionó “la sal de la tierra”, un grupo de pescadores, cobradores de impuestos, inexpertos en el discurso por falta de su educación y necesitados de la experiencia por virtud de su juventud. Esto no necesariamente garantizaba el éxito de la empresa…Por tres años caminan con Jesús. Al paso del tiempo y siendo testigos de sus milagros, sermones, teofanías, crucifixión, resurrección y envío al mundo todavía tenían miedo. Entre ellos yacía un sentimiento de abandono, de lo impredecible e incierto. Seguramente la pregunta que se hacían era, ¿Y ahora qué? Resulta casi cómico el imaginarse este grupo de hombres fuertes, ásperos y quizás sin mucha gracia social cayendo en cuenta de que en realidad no están en control de la situación. Entre ellos estaba Pedro, quien no titubeó en cortarle la oreja a un soldado durante el arresto de Jesús y también Mateo, quien antes de conocer al maestro no lo pensaba dos veces en colectar los impuestos de los judíos, devorando las casas inclusive de las viudas y de los más pobres. Todos tenían miedo. Así, en medio de su oración junto con la Inmaculada siempre Virgen María, recibieron luz acompañada del soplo de la sabiduría y entendimiento. A través del Espíritu Santo recibieron la fortaleza necesaria para llevar a cabo la tarea de evangelizar. No simplemente este encuentro los llevó a un mayor conocimiento de su deber, a una profunda convicción y valentía, sino que su mensaje y ellos mismos fueron entendidos por todos. Emergieron del aposento alto, donde estaban refugiados, entendibles, valerosos y llenos de pasión para crear comunidad, para evangelizar y asistir a la salvación del mundo. A través de la historia de la Iglesia, el Espíritu Santo ha guiado los corazones de aquellos abiertos a su mensaje. Fue el Espíritu quien inspiró a Santa Catalina de Siena para aconsejar al Papa sobre el momento de regresar el papado de Avignon a Roma. Fue el Espíritu de verdad quien llevó a San Francisco de Asís a la fundación de la orden de los franciscanos y renovar un carisma más de la Iglesia. Fue la acción del Espíritu de entendimiento que inspiró al papa Juan XXIII a convocar el Segundo Concilio Vaticano en su deseo de “aggiornamento”, el poner al día la Iglesia. Pero el Espíritu Santo no ha terminado del todo su labor. Él nos dará la sabiduría para hacer lo que es justo y correcto con situaciones escabrosas y difíciles de la Iglesia, como lo son los escándalos de ciertos miembros del liderazgo. Nos dará fuerzas para encarar los ataques que la Iglesia sufre en el Medio Oriente por manos de grupos fundamentalistas. Esa sangre derramada por la fe será fermento y potencial para una fe más fuerte y visible. Al reflexionar sobre esta magna presencia en nuestra Iglesia abrámonos a su voz. Permitamos que sea este Espíritu el que nos moldee según la voluntad de Dios. “Ven Espíritu Santo. Llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.”