Internacional

En la Tarahumara los feligreses enfrentan la narcoviolencia con deporte

Por Redacción Chicago Católico
viernes, marzo 31, 2017

El padre Héctor Martínez, de la diócesis de la Tarahumara, visitó la parroquia de Inmaculada Concepción.

El pueblo Tarahumara, asentado en el estado de Chihuahua, en el norte de México, es famoso porque ha conservado sus costumbres desde hace siglos. Conocido en el mundo por sus atletas que corren largas distancias y ganan maratones, los habitantes de la Tarahumara se llaman a sí mismos los rarámuri, que significa ‘hombres de pies ligeros’.

Desde aquellas tierras vino el padre Héctor Fernando Martínez para celebrar un retiro de Cuaresma en la parroquia de Inmaculada Concepción en Chicago, en una misión que tuvo lugar la semana del 6 al 10 de marzo.

El padre Héctor, quien es vicario general de la diócesis de la Tarahumara, se sentó a platicar con Al Castillo, gerente general de Católico.

“Para mí es un orgullo estar en la diócesis más pobre de todo México” dijo el padre. “Ninguna tiene la pobreza que tiene la Tarahumara, tanto económica como de iglesia”.

Martínez dijo que sin embargo la Tarahumara es muy rica en cuanto a cultura, ya que debido a su austeridad y su respeto a la naturaleza, “ellos tienen una reserva espiritual para todo el país y para todo el mundo. Tienen un misticismo, una contemplación, que lamentablemente se está perdiendo. Sobre todo por los proyectos turísticos, por la presencia de las compañías mineras y obviamente por el narcotráfico, que han penetrado sus estructuras ancestrales”

Esto último lo expresó con gran pesar. “Yo juraba que los Tarahumara, los rarámuri, no iban a entrar en esta dinámica de narco y me equivoque. Hoy incluso hay indígenas metidos como sicarios de los cárteles”.

Martínez recordó que estos hombres que corren cien kilómetros, que resisten el frío y el hambre como pocos y tienen fuertes tradiciones, danzan durante días en sus fiestas religiosas, así que quisimos saber más sobre su diócesis.

“Es una diócesis muy compleja pero a la vez sencilla” responde. “Somos 16 parroquias, sin burocracia. Si usted va al obispado no hay una secretaria, el obispo le abre la puerta y lo va a atender. No tenemos las estructuras diocesanas que nos permitirían ofrecer muchos servicios. Nuestros servicios a veces son muy rústicos. No contamos con un tribunal eclesiástico, por ejemplo. No contamos con Cáritas. Pero tenemos otras cosas, como un proyecto de agentes de pastoral para salud, equipos de acompañamiento a las comunidades indígenas en su defensa del territorio, equipos de derechos humanos, de derechos de los pueblos indígenas”.

Martínez dijo que su diócesis hace trabajo para ayudar a las comunidades a defender su hábitat. “Que no se siga talando indiscriminadamente el bosque porque no hay tierras cultivables. Las pocas que hay ahora están muy erosionadas.”

El padre está orgulloso de su diócesis. “Somos cincuenta sacerdotes en total” dice, “algunos ‘prestados’ de otras diócesis de México y otros son, sobre todo, jesuitas, que han dejado la vida allí.”

Pese a los problemas de la región, derivados del narco y los enormes intereses económicos de mineras y taladores, el padre dice que no le da miedo vivir en su diócesis.

“Jamás he sido amenazado” dice “a pesar de que tuvimos la primera masacre de civiles, pues la supuesta lucha del gobierno contra los cárteles de narcotráfico fue en mi parroquia.”

Martínez a la matanza efectuada en 2008, cuando un comando irrumpió en una fiesta. “Mataron a quince jóvenes. Yo estaba en una comunidad indígena y mi vicario jesuita tuvo que enfrentar toda la situación de dolor, de ver a los jóvenes asesinados por un comando. Eso quedó impune. Sigue siendo la llaga más dolorosa en la historia de mi comunidad”

Agrega que ellos estuvieron protestando por la impunidad con que fue perpetrado el crimen y por la incapacidad del estado para ofrecer seguridad, ya que las mafias se están peleando y adueñando del territorio.

“Esa ausencia del estado nos lastimó mucho” dice. “Ellos sabían que iba ocurrir la masacre y vieron todo. No hubo ni ministerio público para recoger los cadáveres, lo tuvo que hacer la iglesia. O sea, la iglesia llenó el vacío dejado por el estado. Una señora catequista mía perdió a su hijo, a su nieto y un sobrino en el mismo acto.”

El padre dice que como consecuencia ellos han acompañado la gente. “Hemos buscado de distintas maneras de regenerar el tejido social, que la vida comunitaria no se nos derrumbe. Lo hemos hecho de distintas maneras, con acompañamiento espiritual, con terapia psicológica, con actividades sociales, como es la formación de una liga de futbol para que la gente salga.”

Al padre Héctor le encanta el futbol, siempre lo ha jugado. Cuando llegó a la diócesis se dio cuenta de que los habitantes de Creel no tenían cancha. Jugaban en un potrero, así que primero trató de que ese potrero estuviera bien adaptado, porque estaba lleno de piedras. Cuando la gente empezó a ocuparlo, cuenta el padre que llegó el dueño y trató de correrlos.

Después de varios años de gestión lograron obtener ese terreno, porque el gobierno le dio al dueño un terreno mejor.

“Empezamos a buscar apoyo” cuenta el padre, “sobre todo después de la masacre, para que nuestra cancha pudiera estar todo el año en activo y buscamos que el gobierno nos apoyara con el drenaje de la cancha. Llueve mucho, entonces no se había podido usar en el verano, que es cuando los muchachos pueden jugar más.”

Cuando lograron drenarla empezaron a formar una liga, invitando a otros municipios. La idea era formar una liga fuerte. “Presentamos proyectos al gobierno para tener escuela de futbol para niñas, para niños, diversas categorías” dice, “y me metí de lleno a organizar una liga que pasó de ser primero del pueblo, luego municipal y luego regional”.

Después de muchas gestiones, lograron construir una unidad deportiva en marzo de 2016. Hoy en Creel cuentan con una cancha de primer nivel y un complejo con juegos infantiles y áreas de esparcimiento para las familias. Esta buena noticia puso una nota de optimismo en una región que lo necesitaba.

El padre habla del orgullo de tener una cancha de pasto sintético (necesario porque en la sierra hace mucho frío) y una unidad deportiva administrada por la parroquia, que se ha convertido en el centro de la vida comunitaria.

“Fue una buena experiencia” dice Martínez, pero añade “después me levantaron a los dos muchachos que daban clases y tuvimos que rescatarlos de las mafias para que no los fueran a matar”.

En México se llama levantón cuando el narco se lleva a alguien. El padre explica que los chicos fueron confundidos porque se metieron en otro territorio.

“Andaban muy noche y los agarraron” dice, “y movimos mar y tierra para no los fuesen a matar. Y lo logramos, los rescatamos, bastante golpeados y traumatizados por la desaparición y el levantamiento. Pero bueno, yo me jugaba también la credibilidad como iglesia si es que los lográbamos recuperar vivos. Porque yo había dicho que las mafias no se iban a meter con un proyecto deportivo que no tiene nada que ver con ellos, y que era de lo poco bueno que aún le quedaba a la gente. Y sí, lo logramos.”

Esto es algo muy importante, pues la liga de futbol ha traído un respeto de parte de los sicarios, quienes abren el paso cuando se trata de equipos viajando entre los pueblos, no interrumpen los partidos y respetan a los futbolistas. Los padres de familia pueden dejar a sus hijos ir con confianza a jugar un partido a otra zona, pues saben que estarán a salvo.

El padre Héctor Fernando Martínez se fue de Chicago dejando importantes lecciones sobre el trabajo del sacerdote en su comunidad. Martínez, quien trabajó en la traducción del nuevo testamento a la lengua rarámuri, volvió a las heladas montañas de la sierra a continuar su labor de paz y respeto.

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