Cardenal Francis George, O.M.I.

Permanezcan en mi amor…

sábado, marzo 31, 2012

A medida que la Iglesia se mueve a través de la Cuaresma y hacia la Semana Santa, las frases del discurso de despedida de Jesús a sus apóstoles en el Evangelio según San Juan son proclamadas en la Iglesia y son traídas por nuestra memoria. Las palabras son poderosas y deben resonar en nuestras almas. Escuchamos a Jesús diciendo a los apóstoles y a nosotros también, “Permanezcan en mi amor”. Habitar en el amor hace que nuestra experiencia interna esté en consonancia con el comando externo de Jesús: “Ámense unos a otros como yo los he amado (Juan 13,34).

Hace diez años, publiqué una carta pastoral sobre el pecado del racismo con el título “Permanezcan en mi amor”. En los últimos años, nuestra preocupación moral se ha dirigido a la difícil situación de los inmigrantes indocumentados y a la amenaza de la desintegración de sus familias; a las consecuencias que tiene para las familias la recesión económica, ya que se pierden empleos y hay casas embargadas, a la guerra en curso en Afganistán, una guerra que dura ya casi diez años, a la pérdida de las libertades, tanto civiles como religiosas, a la desesperación apenas oculta de una sociedad que parece haber perdido su futuro en un mundo dominado por las tendencias que no entendemos y no podemos controlar.

Entre nuestras muchas preocupaciones morales, el racismo sigue teniendo un sustrato de larga duración. Es el pecado original de la sociedad estadounidense, consagrado como esclavitud racial en nuestra propia Constitución durante casi noventa años. Mi carta pastoral, “Permanezcan en mi amor”, fue emitida el 4 de abril, porque coincide con el aniversario del asesinato del Reverendo Martin Luther King, Jr. Nuestra sociedad conmemora el nacimiento de una persona a la vida; la Iglesia celebra el nacimiento de una persona a la próxima vida. Sólo en la muerte de una persona se hace evidente el verdadero significado de su vida. Los santos oraron para ser conscientes en su muerte para que pudieran entregar su vida entera al Señor en sus últimos momentos. La muerte de Jesús en la cruz nos dice lo que fue toda su vida y para qué la entregó.

En los últimos diez años, la Oficina para la Justicia Racial de la Arquidiócesis, bajo la dirección de la Hermana Anita Baird, ha seguido utilizando mi carta pastoral sobre el racismo, “Permanezcan en mi amor”, como una herramienta de enseñanza para agitar las conciencias, cambiar actitudes e influir en el comportamiento. El racismo tiene muchas dimensiones: personal, institucional, espacial y cultural, y la Carta Pastoral aborda cada uno de ellos. Estoy muy agradecido por todo el trabajo que se ha realizado para hacer frente a las múltiples manifestaciones del pecado del racismo, que todavía se esconde, tal vez menos abiertamente pero aún en realidad, en nuestras instituciones y en nuestras almas.

La carta pastoral fue escrita hace diez años, debido a que un joven negro, Lenard Clark, había sido terriblemente golpeado por unos jóvenes blancos, graduados de una escuela secundaria católica. Un incidente similar ocurrió apenas hace unos meses, aunque sin el mismo grado de violencia. Sólo si este incidente logra que el pecado del racismo se mantenga claramente ante nuestros ojos mientras nosotros hacemos un examen de conciencia en esta Cuaresma, algo bueno saldrá de un acto de odio.

El calendario de actividades de Cuaresma contra el racismo de la Arquidiócesis (www.dwellinmylove.org) contiene pasajes de las Sagradas Escrituras que hablan del precio que cobra el racismo, no sólo en nuestra sociedad, sino también en nuestras almas. Resistirse a la complicidad con el racismo es imposible si no somos conscientes de ello o no lo notamos. Las Escrituras confrontan y sanan conforme nos vamos sometiendo a la palabra de Dios cada día, pero especialmente durante este tiempo de Cuaresma, con su llamado al arrepentimiento. Al comienzo de la Liturgia de las Horas cada día de la semana de la Cuaresma, escuchamos: “Si hoy escuchas su voz, no endurezcas tu corazón” (Salmo 95).

La Iglesia debe ser un fermento en la sociedad, una comunión de amor en un mundo dividido. La Iglesia sigue creciendo. Las estadísticas nos informan que hay 69 nuevos católicos por segundo, 2,169 nuevos católicos cada hora y 52,055 nuevos católicos cada 24 horas. En la Arquidiócesis de Chicago, a pesar de la disminución demográfica de la ciudad, el número de católicos se mantiene estable en 2.3 millones. ¿Qué pasaría si cada católico aquí y en todo el mundo estuviera determinado, con el corazón abierto, a aceptar el reto del Concilio Vaticano II para ser el mensajero de Cristo para unir a los pueblos del mundo alrededor suyo? A mí me parece que el mundo sería muy diferente, mientras nos preparamos para celebrar la Pascua el próximo año.

Las fuerzas de la división son muchas y muchas de ellas se han institucionalizado en la vida política, cultural y económica de nuestra sociedad. La Iglesia y sus fieles no deben ser parte de estas divisiones, porque niegan las verdades fundamentales de nuestra fe: que todos estamos hechos a imagen y semejanza de Dios y todos somos redimidos por Jesucristo. Jesús nos advierte que al menos algunos negarán la verdad que él vino a revelar; sus corazones se mantendrán endurecidos, a veces incluso en el nombre de la libertad, el progreso y los derechos que contradicen los bienes morales. La celebración de la Cuaresma nos da buenas razones para esperar que no seremos uno de ellos aquí o en la vida venidera. Si nos tenemos unos a otros en oración, Dios nos ayudará a permanecer en su amor.

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