Cardenal Francis George, O.M.I.

Discurso Presidencial de 2010 en la USCCB

martes, noviembre 30, 2010

Queridos Hermanos Obispos:

Hace tres años, nos estábamos preparando para recibir la visita de nuestro Santo Padre, el Papa Benedicto XVI, a este país y a las Naciones Unidas. Su visita, bien preparada por la Iglesia y por las autoridades civiles, permitió al pueblo de nuestro país conocer a un hombre tranquilo y cariñoso, persuasivo en su gentil presencia y fuerte en sus palabras, las cuales hacen eco de las dichas por Cristo. La visita del Papa a nuestro país anunciaba otras visitas de importancia similar, a Australia y, este año, al Reino Unido. Aún cuando las notas preliminares son siempre de escándalo, de discrepancia y de protesta, los relatos de lo ocurrido durante y después de dichas visitas, finalmente, dieron paso a los sentimientos que profesaron cientos de miles de creyentes que se reunieron en torno a él como sucesor de Pedro y cabeza visible de la Iglesia de Cristo en la tierra. Él nos confirmó en la fe y en nuestra vocación como obispos de la Iglesia católica.

Un año más tarde, con la elección del primer afroamericano a la Presidencia de este país, se hizo patente un cambio cultural que, sin importar de qué lado del espectro político sea uno, solo puede ser saludado como un acontecimiento de importancia histórica, como fue reconocido por nosotros y por el mundo. Sin embargo, nuestro país sigue luchando con la forma de abordar la difícil situación de los recién llegados que cruzan nuestras fronteras buscando una vida mejor para ellos y sus familias, aún cuando esa mejor vida se ve amenazada para nuestros propios ciudadanos debido a la recesión económica. A lo largo de estos años, las divisiones políticas y sociales en nuestro país han puesto a prueba nuestra vocación de mantener al pueblo católico visiblemente unido en torno a Cristo en su cuerpo, la Iglesia. Hemos reorganizado nuestra Conferencia con el fin de responder con mayor eficacia a los desafíos que enfrenta la misión de la Iglesia, de ser más útiles a nuestras Iglesias locales, en particular en la búsqueda de medios para transmitir la fe a los jóvenes a través de la práctica sacramental regular, fortalecer y defender la institución del matrimonio. Esta unidad de propósito ha sido evidente en la continua determinación de los obispos para mantener la promesa hecha en 2002 para purificar el sacerdocio de cualquier persona que haya abusado de un niño, una promesa guardada por la Junta Nacional de Revisión y garantizada por las distintas auditorías, los programas de ambientes seguros y los ministerios de asistencia a las víctimas en nuestras diócesis. Este año hemos dado la bienvenida a las modificaciones hechas a la ley universal de la Iglesia referentes al abuso sexual de menores por sacerdotes y diáconos; algunas de estas disposiciones reflejan o refuerzan los aspectos de aquellas normas esenciales que hace ocho años pedimos a la Santa Sede se nos autorizara para poder utilizarlas aquí en el gobierno de la Iglesia. Durante estos tres últimos años como Presidente de la Conferencia, he contado con su buena voluntad, su cooperación y sus oraciones, todo lo cual agradeceré siempre; por otro lado, he llegado a un profundo reconocimiento de su pericia y fidelidad pastoral a nuestra vocación común como obispos en la Iglesia. Les doy las gracias de todo corazón.

La renovación de la oficina episcopal en la Iglesia y nuestra mayor unidad de propósito y eficacia en enseñar y gobernar no se ha librado de recibir críticas de algunos cuantos, quienes desean rehacer la Iglesia de acuerdo con sus propios diseños o desacreditarla como una voz válida en los debates públicos que conforman nuestra sociedad. Durante este último año, la USCCB (Conferencia de Obispos Católicos de E.U., por sus siglas en inglés) ha participado en el debate público sobre la ley de atención médica. Nuestra voz fue la misma voz de los obispos de nuestro país durante los últimos 100 años: en una sociedad buena, todo el mundo debería ser atendido, especialmente los pobres. El objetivo de lograr atención médica básica para todos sigue siendo un imperativo moral que aún no se alcanza por completo, sin embargo, los obispos no tienen ahora, ni han tenido nunca, la responsabilidad de definir los medios para alcanzar ese objetivo. Nosotros solo hemos entrado con mucha cautela a discutir detalles de la administración pública, porque esto es una tarea más adecuada para los laicos, como lo ha sido en el debate sobre la atención médica. Un sistema de atención médica universal puede obtenerse utilizando muchos medios: todo con fondos públicos, todo con fondos privados o una mezcla de los dos. Cualquiera de estas soluciones podría ser moralmente aceptable y corresponde a los laicos decidir cuáles son los mejores medios para velar que todo el mundo sea atendido.

Pero una vez que los líderes políticos y expertos de salud tomaron la decisión de utilizar un seguro subsidiado por el gobierno como el vehículo, es decir, como el medio para proporcionar más atención médica universal, era nuestra obligación moral como maestros de la fe juzgar si estos medios pasan el examen moral de si la legislación usa o no fondos públicos para matar a las personas que viven en el vientre de su madre. Constantemente, y con una insistencia cada vez mayor desde que el pecado y crimen del aborto fue legalizado en los Estados Unidos, nuestra voz ha sido la voz de los obispos de la Iglesia católica, quienes desde los tiempos de los primeros cristianos condenaron por primera vez las prácticas de aborto de los antiguos romanos. El acto es inmoral y las leyes que han permitido que cincuenta millones de niños de nuestro país hayan sido asesinados hasta el día de hoy en el vientre de su madre también son inmorales e injustas. Las leyes están destruyendo nuestra sociedad.

Como ustedes saben, hay tres cuestiones básicas en el debate público reciente. La primera es empírica: ¿Permite la legislación actual la financiación del aborto más allá de las restricciones impuestas por la enmienda Hyde, ese testimonio a un político católico fiel de Illinois que ha sido la barrera que ha mantenimiento al margen el financiamiento con fondos públicos de casi todos los abortos y ha dejado fuera los planes de seguros que financian el aborto? Pues lo que tenemos es una legislación que, por votación, en primer lugar en el Senado y luego confirmada en la Cámara, elimina explícitamente de esta ley federal las restricciones que imponía la enmienda Hyde. Los laicos que analizaron cuidadosamente el contenido de la legislación, mientras estaba siendo tortuosamente elaborada nos liberaron, a nosotros los obispos, para hacer los juicios morales necesarios. Algunos han protestado que la legislación es complicada y por lo tanto, no debemos pretender juzgarla. Si se me permite que lo diga de esta manera, esto quiere decir, o bien que nadie puede entender o juzgar piezas complicadas de esa legislación, en cuyo caso es inmoral actuar hasta que se obtenga la suficiente claridad, ¡o que sólo los obispos somos demasiado tontos para entender piezas complicadas de la legislación! De hecho, varios sucesos desde la aprobación de la legislación han resuelto la cuestión empírica: Nuestro análisis de lo que la propia ley dice estaba en lo cierto y nuestros juicios morales son seguros y correctos. A lo largo de este debate público, los obispos mantuvieron la integridad moral e intelectual de la fe intacta, por lo que doy las gracias en su nombre a aquellos que nos han ayudado a ejercitar nuestras obligaciones como guías morales de la Iglesia.

La segunda cuestión es eclesiológica: ¿quién habla por la Iglesia católica? Nosotros, los obispos no guardamos ilusiones sobre el hecho de hablar por todos los que se consideran a sí mismos católicos; sin embargo, ese no es nuestro trabajo. Hablamos por la fe apostólica y aquellos que la profesan se reúnen a su alrededor. Debemos escuchar el sensus fidei, el sentido de la fe misma en la vida de nuestro pueblo, lo cual difiere de las tendencias intelectuales y de la opinión pública. La fe tiene sus propias órdenes en las Escrituras y en la tradición y nosotros consultamos y escuchamos las voces apostólicas de aquellos que se han ido antes que nosotros de manera tan cuidadosa como debemos escuchar a aquellos a quienes el Señor nos ha dado para gobernar bajo nuestra vigilancia, en nuestros días, en sus esfuerzos por resolver su salvación en medio de los desafíos contemporáneos. Los obispos en comunión apostólica y en unión con el sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, hablamos por la Iglesia en materias de fe y en cuestiones morales y sobre las leyes que las rodean. Todo lo demás es opinión, a menudo bien considerada e importante que merece ser escuchada con cuidado y respeto, pero sigue siendo opinión.

La tercera cuestión es práctica: ¿cómo deben enfocar los fieles católicos las cuestiones políticas que también son morales? El debate dejó en claro, al menos para mí, que, en un momento dado, hubo quienes empezaron con la fe en toda su integridad y considerando todo lo que demanda y ajustaron sus opciones políticas en el contexto de la plenitud de la Doctrina de la Iglesia; por otro lado hubo aquellos para quienes una opción política, incluso una buena opción, era algo básico y la Iglesia fue considerada útil tomando en cuenta si aportó soldados de a pie para su compromiso político, ya fuera de izquierda o de derecha. Para muchos, la política es el horizonte último de su pensar y actuar. Como sabemos, la fidelidad a Cristo en su cuerpo la Iglesia espera dos respuestas por parte de aquellos que se dicen sus discípulos: la ortodoxia en la fe y la obediencia en la práctica. En 1990, el entonces cardenal Joseph Ratzinger citó al ahora Beato John Henry Newman afirmando que, “la tarea y trabajo total de un cristiano se compone de estas dos partes, la fe y la obediencia, “fijando la mirada en Jesús” (Hebreos 12:2) y actuando de acuerdo a su voluntad”. La ortodoxia es necesaria pero no suficiente; el diablo es ortodoxo. Él sabe el Catecismo mucho mejor que nadie en esta sala; pero él no va a servir, no va a obedecer. Puede haber errores en nuestra manera de pensar, pero no puede haber una pretensión de superioridad moral en nuestra voluntad, pues esto es pecado contra el Espíritu Santo. No debemos temer el aislamiento político; la Iglesia a menudo ha estado aislada en la política y en la diplomacia. Sin embargo, tenemos que estar muy preocupados acerca de la herida que este debate ha infligido a la unidad de la Iglesia y espero, confiando en la buena voluntad de todos los interesados, que se pueden encontrar los medios para restaurar la túnica perfecta de la comunión eclesial.

Queridos hermanos, la discusión pública en la Iglesia que hemos sido llamados por Cristo para gobernar va a continuar, aún cuando nos esforcemos por mantener a todos juntos en Cristo con la autoridad que él nos ha otorgado.

Las tensiones, aún cuando son agudas, no son totalmente nuevas, incluso en la historia de la Iglesia local. Es posible que estemos viviendo ahora un momento en el que, al fin, Dorothy Day converge con John Courtney Murray. Ambos introdujeron distintas voces católicas al debate político. Para nosotros, como obispos, hablamos lo mejor que podemos, desde nuestra debilidad y nuestra pecaminosidad, pero lo hacemos, mediante la guía invisible del Espíritu Santo y de las estructuras visibles de la Iglesia, con la voz de Cristo, que escucha el llanto de los pobres. La voz de Cristo habla siempre de una preocupación constante por el don de la vida humana, una preocupación que juzga a la gama completa de la manipulación tecnológica de la vida, desde el uso de anticonceptivos artificiales, hasta la destrucción de los embriones humanos, pasando por la concepción artificial de seres humanos en una caja de Petri y por los perfiles genéticos y el asesinato de niños no deseados mediante el aborto. Si se permite a los pobres nacer, entonces la voz de Cristo sigue hablando a las personas sin hogar y sin trabajo, a los hambrientos y desnudos, a los analfabetos, a los migrantes, a los encarcelados, a los enfermos y los moribundos. Nuestro ministerio es coherente porque las preocupaciones de Jesucristo son coherentes. Él está al lado de los pobres. Cada uno de nosotros, a su manera, habla con la voz de Cristo y cada uno de nosotros rige una Iglesia particular que vive con los pobres, que son los primeros ciudadanos del Reino de Dios. La nuestra es una ética coherente de las preocupaciones de Cristo para todo su pueblo, especialmente para los pobres.

Por último, si me lo permiten, debido a que hemos sido ordenados como obispos con un título particular pero también para el cuidado de todas las Iglesias, no sólo son los pobres de nuestro país, los que claman a nosotros. No somos una Iglesia nacional; nos resistimos a ser transformados en una denominación puramente estadounidense. Por lo tanto, no puedo dejar esta presidencia, ni dejarlos el día de hoy sin hablarles de nuestros hermanos y hermanas católicos en Irak. Desde la toma de Bagdad, ha quedado claro a cualquier persona de buena voluntad que, si bien los grupos musulmanes pueden estar en conflicto entre sí, eran únicamente los cristianos los que se encontraban sin protección a raíz de la invasión estadounidense de Irak. Ahora, a finales del mes pasado, en la vigilia de la fiesta de Todos los Santos, en la Catedral Católica Siria de nuestra Señora de la Liberación en la ciudad de Bagdad, decenas de católicos fueron asesinados cuando se encontraban reunidos para la misa. Dos de ellos eran sacerdotes: uno fue asesinado en el altar y el otro al salir del confesionario. Ellos se han unido en la muerte a cientos de otros que han muerto por su fe en Cristo desde que inició el actual conflicto. Una hermana dominica estadounidense, amiga de un amigo, ha escrito desde ese país: “Su mundo se ha visto envuelto por olas de dolor, surgiendo a lo largo de las grietas creadas en la sociedad iraquí por el desplazamiento de miles de personas de la minoría cristiana de Irak que han huido de lo que es claramente una amenaza genocida cada vez mayor... Un periodista le preguntó a uno de los sobrevivientes, ¿qué le dirías a los terroristas? A través de sus lágrimas él dijo: “Les perdonamos”… Entre las víctimas de esta tragedia sin sentido estaba un niño llamado Adam. Adam, de tres años de edad, fue testigo del horror de decenas de muertes, entre ellas la de sus propios padres. Anduvo entre los cadáveres y la sangre, siguiendo a los terroristas y amonestándolos, “basta, basta, basta”. Según los testigos, esto continuó durante dos horas hasta que el propio Adam fue asesinado”. Como obispos, como estadounidenses, no podemos eludir esta escena o permitir que el mundo la pase por alto.

Queridos hermanos, todos hemos experimentado problemas e incluso tragedias que a veces nos tientan a decir, “basta”. Sin embargo, todos nuestros esfuerzos, nuestro trabajo, nuestros fracasos y nuestro sentido de responsabilidad palidecen ante el martirio de nuestros hermanos y hermanas en Irak y la activa persecución de los católicos en otras partes del Oriente Medio, en la India y Pakistán, en China y en Vietnam, en Sudán y en los países africanos desgarrados por los conflictos civiles. Teniendo sus rostros siempre ante nosotros, nos encontramos ante el Señor, responsables de manera colectiva por todos por quienes Jesucristo murió por salvar; eso es más que suficiente para definirnos como obispos y para mantenernos juntos en nuestra misión. Que el Señor en estos días nos de la suficiente visión para ver lo que él ve y la fuerza suficiente para actuar como él nos habría hecho actuar. Eso será suficiente. Gracias.

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