Cardenal Blase J. Cupich

El testimonio de Benedicto XVI

jueves, enero 12, 2023

El cardenal Cupich pronunció la siguiente homilía durante la misa en memoria del papa emérito Benedicto XVI, celebrada el 2 de enero en la Catedral del Santo Nombre.

 

Por buenas razones, muchos recordarán a Benedicto XVI por sus innumerables dones y talentos incomparables. Tenía una mente brillante, escribía con elegancia y enseñaba de un modo que inspiraba a sus alumnos a aprender. Sin embargo, hoy, mientras encomendamos a Dios a este siervo bueno y fiel y buscamos consuelo y aliento para nosotros mismos, la palabra de Dios en esta fiesta de los santos Basilio y Gregorio Nacianceno nos invita a centrarnos en el modo en que Joseph Ratzinger, llamado a hacer grandes cosas, hizo del testimonio de la llamada del Evangelio a vivir en humilde servicio a todos su prioridad. Ofreció ese testimonio de tres maneras: a través de su dedicación a la erudición, su convicción inquebrantable de que pertenecer a una comunidad define nuestras vidas y su dependencia radical de la persona de Jesucristo.

A lo largo de los años he aprendido que, cuando la gente piensa en quienes dedican su vida a la erudición, una cualidad que a menudo se pasa por alto es la humildad. Hace falta mucha humildad para permitir que tu mente se forme, no por tus propias cavilaciones y opiniones, sino por las de los demás cuando interactúas y dialogas con ellos. Es una humildad que rechaza el mito del hombre que se hace a sí mismo. Cabe destacar que, cuando Benedicto XVI expresó su gratitud en su último testamento por quienes contribuyeron a su vida, destacó deliberadamente a quienes lo acompañaron en su aprendizaje. “De corazón doy gracias a Dios por... los profesores y alumnos que me ha dado”, escribió.

Asumir una vida singularmente dedicada al aprendizaje significa entregarse a las voces de los demás en el pasado y en el presente. Significa ceder toda pretensión de ser un sujeto autónomo. Joseph Ratzinger, el gran teólogo, fue ese humilde escriba instruido en el reino de los cielos, como leemos en el Evangelio, que “... se parece al dueño de una casa que saca de su tesoro cosas nuevas y viejas”. Así pues, hoy deberíamos dar gracias por todos los que enriquecen a la humanidad con su erudición, pero también estar más dispuestos a aprender de los demás, valorando humildemente el tipo de aprendizaje permanente que supone dialogar con personas del pasado y del presente.

Desde su más tierna infancia, en el seno de una familia afectuosa, Joseph Ratzinger aprendió la humildad de vivir en comunidad, aprendió que la vida auténtica se vive en comunidad, aprendió que estamos conectados el uno al otro y que la vida ha de compartirse mediante el sacrificio. “Doy las gracias a mis padres”, escribió en su testamento, “que me dieron la vida en una época difícil y que, a costa de grandes sacrificios, con su amor prepararon para mí un magnífico hogar que, como una luz clara, ilumina todos mis días hasta el día de hoy. La clara fe de mi padre nos enseñó a nosotros los hijos a creer, y como señal siempre se ha mantenido firme en medio de todos mis logros científicos; la profunda devoción y la gran bondad de mi madre son un legado que nunca podré agradecerle lo suficiente”, escribió.

A través de esta experiencia familiar, adquirió una humildad que se convirtió en su segunda naturaleza, dejándole la sensación palpable de estar conectado con los demás. No es de extrañar, pues, que cuando llamó a la Iglesia a emprender obras de caridad en su primera encíclica, “Deus caritas est”, recordara que “el amor necesita también una organización”. Estas palabras tienen su raíz en todo lo que aprendió en casa, que para que el amor sea auténtico debe conectarnos el uno al otro, exigirnos, pero también reconfortarnos al descubrir una interdependencia que nos une. Fue esta humildad, adquirida al ser dócil al aprendizaje en el seno de una comunidad, la que le dio la confianza necesaria para responder a la gran llamada que recibió. Aprendió que no estaba solo y que podía hacer grandes cosas siendo el servidor de todos.

Quizá una de las líneas más citadas de sus escritos se encuentre en el primer párrafo de “Deus caritas est”: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”. Con su aguda inteligencia, Joseph Ratzinger podría haber permanecido cómodo en el mundo de las ideas y las teorías, pero se hizo vulnerable hasta el punto de que su encuentro con Jesús, más que el mundo seguro de las ideas, dio un impulso decisivo a su vida. El papa Benedicto proporcionó una ventana a la experiencia sobrecogedora de su relación con la persona de Jesús en su homilía de la misa de toma de posesión de la Cátedra de Pedro en la solemnidad de la Ascensión en 2005. “La Ascensión de Cristo”, dijo, “no es un viaje en el espacio hacia los astros más remotos”. Más bien, al ascender al Padre, Cristo “ha conducido nuestro ser humano a la presencia de Dios... el hombre encuentra espacio en Dios”. Y así, al llevarnos al Padre mientras asciende, Cristo “está cerca de cada uno de nosotros, para siempre”. Cada uno de nosotros puede tener estrecha relación con él; cada uno puede invocarlo. “El Señor está siempre atento a nuestra voz”, dijo. Este profundo sentimiento de estar siempre cerca del Señor marcó su vida hasta el final. No me sorprendió leer esta semana que, según se dice, sus últimas palabras fueron “Jesus, ich liebe dich”: “Jesús, te amo”. Se humilló para entrar en una relación de confianza, para relacionarse con Jesús no como una idea elevada o una opción ética, sino como una persona que permanecía cerca de él.

Los ritos funerarios de la tradición cristiana tienen dos finalidades: rezar por los difuntos y consolar a los que lloran. Las Escrituras, que se nos ofrecen en esta fiesta de dos grandes teólogos y obispos, Basilio y Gregorio Nacianceno, nos ayudan a hacer ambas cosas. Nos incitan a pedir a Dios que lleve ahora a la plena madurez en Cristo a un hombre que dedicó toda su vida, desde muy joven, a edificar el Cuerpo de Cristo. Pero estos pasajes de las Escrituras también nos reconfortan, impulsándonos a estar agradecidos por haber vivido en una época en la que uno, que estaba llamado a ser el más grande entre nosotros, se tomó en serio la llamada del Evangelio a humillarse siendo el servidor de todos, aunque eso significara renunciar a su cargo.

Que se cumpla en él la promesa del Evangelio de que “quien se humilla será alabado”. Que descanse en paz sabiendo de nuestra gratitud y oraciones por él.

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