Cardenal Blase J. Cupich

Un estado que sirve a la nación

jueves, agosto 29, 2019

El pasado mes de enero, como recordarán, los obispos de Estados Unidos se reunieron en nuestro seminario de Mundelein para un retiro, por invitación del papa Francisco. El papa envió al capuchino italiano padre Raniero Cantalamessa como director del retiro. El padre Cantalamessa ha servido como predicador de la casa pontificia desde que fue nombrado por el papa Juan Pablo II en 1980.

La semana del 19 de agosto, los siete obispos auxiliares de la arquidiócesis y yo nos reunimos para reflexionar sobre algunas de las charlas del padre Cantalamessa como parte de los ejercicios espirituales que programamos para nosotros cada agosto. Al prepararnos para nuestro tiempo juntos, tuve la oportunidad de repasar una charla en particular que escuchamos en enero, y me llamó la atención la distinción que hizo el padre Cantalamessa cuando se refirió al tema de la unidad de la iglesia. Nos recordó que una de las últimas contribuciones del Concilio Vaticano II fue la definición de la iglesia como el «pueblo de Dios». Antes del concilio, la iglesia era entendida más en términos de una organización, de naturaleza jerárquica, y como un estado. Al referirse a la iglesia como un pueblo de Dios el énfasis cambió, de modo que ahora la iglesia es entendida principalmente como un pueblo o una nación. Como nuestro predicador señaló: “El término ‘nación’ sugiere un pueblo, una realidad social e individuos, mientras que un ‘estado’ señala cómo se organiza esa realidad: el gobierno que lo mantiene, la constitución por la que se rige, las distintas autoridades (judiciales, legislativas y ejecutivas) y los símbolos que lo representan”. Añadió: “No es la nación la que está al servicio del estado, sino el estado al servicio de la nación”. Esa distinción tiene consecuencias significativas en la forma en que experimentamos la vida de iglesia. Al poner el énfasis en la comunión que compartimos como pueblo de Dios, todas las estructuras de la iglesia sirven al crecimiento de esa comunión. Ambos aspectos de la iglesia, entendidos en términos de nación y estado, son esenciales, insistió el padre Cantalamessa, pero el concilio cambió la prioridad de uno sobre el otro, o como él dijo: “La relación entre comunión y jerarquía se ha invertido. La jerarquía está ahora al servicio de la comunión y no al revés. [Según el papa Juan Pablo II], la comunión es vista como ‘el alma de la institución’. La jerarquía se desvanecerá; la comunión permanece por toda la eternidad”.

Durante el retiro de la semana pasada, mis hermanos obispos y yo pudimos explorar el significado más profundo de esta visión. Poner la comunión sobre la estructura tiene mucho que decir acerca de cómo enfocamos nuestros esfuerzos durante “Renueva mi Iglesia”. De hecho, al dar prioridad a la organización de una consulta a nivel local a través de la agrupación de parroquias, quise asegurarme de que cualquier decisión que tomemos sea el fruto de habernos escuchado respetuosamente unos a otros, y resulte en una unidad más fuerte dentro de la iglesia. Nuestras miras no pueden estar puestas principalmente en las estructuras, los edificios o en cómo nos organizamos. La meta es lograr una mayor unidad para que podamos asumir la misión de Cristo de una manera que nos posicione para transmitir la fe que hemos recibido. Esta distinción entre estado y nación tiene mucho que ofrecernos cuando pensamos en nuestro país, especialmente en una época marcada por una gran polarización y división. Al pensar en Estados Unidos, ¿qué significa para nosotros dar prioridad al pueblo, a la nación y a nuestra unidad o comunión entre nosotros? Al menos pondría en tela de juicio los intentos de reducir nuestro gran país a un negocio, hasta el punto en que medimos y definimos el bien de la nación solamente en términos de crecimiento económico y de beneficios, sin tener en cuenta si la economía beneficia a todos.

El papa Francisco ha desafiado al mundo a dejar de lado este estrecho enfoque para vivir como una nación. Al hacerlo, se basa en las ideas de San Juan Pablo II, que abogó por la comprensión de la economía de un país en términos de solidaridad, de modo que la inclusión y la seguridad económica para todos sean las medidas de salud económica y los criterios para la toma de decisiones económicas. La solidaridad produce una economía social de mercado, observó el papa Francisco, que implica “pasar de una economía que apunta al rédito y al beneficio, basados en la especulación y el préstamo con interés, a una economía social que invierta en las personas creando puestos de trabajo y cualificación”.

La manera en que pensamos en la iglesia tiene mucho que ofrecer a la manera en que pensamos en nuestro país. En ambos casos, debemos tener en cuenta la distinción entre ser una nación servida por el Estado y no al revés.

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