Cardenal Blase J. Cupich

Las palabras importan

martes, julio 30, 2019

El 4 de julio visité Auschwitz con Fritzie Fritzshall, presidente del Museo del Holocausto y Centro de Educación de Illinois en Skokie, y sobreviviente del campo de la muerte nazi.

“¿Cómo pudo pasar esto?”, me preguntó poco después de llegar. “¿Cómo pudo la gente volverse contra sus vecinos?” Mi primera reacción fue decir que realmente no hay una respuesta a la manera en que los miembros de la raza humana podrían ser tan crueles y brutales, al punto de hacer que las personas sean objetivo para el exterminio debido a su herencia y religión.

Sin embargo, esa no es una respuesta satisfactoria. Dicha brutalidad no llega naturalmente en los seres humanos; es enseñada progresivamente a través de la creación de una falsa narrativa acerca de los otros, que, paso a paso, es aceptada como la nueva normalidad.

El libro de no ficción de gran venta de Erik Larson, “En el jardín de las bestias: una historia de amor y terror en el Berlín nazi”, provee una ventana única dentro de cómo crece tal narrativa. Larson busca mostrar por qué le llevó al mundo tanto tiempo reconocer la grave amenaza que Hitler planteaba al mundo.

Él narra la historia de William E. Dodd, un historiador estadounidense de la Universidad de Chicago que fue escogido por el presidente Roosevelt para ser el primer embajador de Estados Unidos en la Alemania nazi. Él y su familia fueron cautivados al principio por la “Nueva Alemania” que surgió de las cenizas de la Primera Guerra Mundial, mientras eran testigos de un país devastado por la guerra lleno de energía, entusiasmo y emoción por un futuro nuevo.

Pero a medida que el ascenso de Hitler al poder produjo una creciente persecución de los judíos, la emoción de Dodd se volvió temor. Él telegrafió al Departamento de Estado relatos de primera mano de ataques a judíos, la censura a la prensa y la promulgación de leyes nuevas que restringían los derechos del pueblo judío y las minorías. Él se alarmó cuando sus superiores trataron sus comunicados con indiferencia. Sus informes fueron considerados demasiado sensacionalistas para ser confiables.

Él también fue testigo de cómo sus interlocutores en el gobierno nazi, Göring y Goebbels, usaron su carisma para distraer a sus colegas diplomáticos del terror que estaban planeando e implementando. Sus esperanzas iniciales de usar la razón para disuadir a los nazis de su reino de terror se convirtieron en desesperanza, una desesperanza que solamente se profundizó cuando mucha gente que pensó que de otro modo sería confiable, minimizó, toleró e incluso ignoró los crecientes actos intolerantes de brutalidad contra judíos cometidos por el régimen nazi.

Lo que se volvió claro para Dodd fue que el ascenso de Hitler al poder y las políticas que llevaron al holocausto se desarrollaron a través de etapas calculadas. Primero, llegó el lenguaje intolerante dirigido hacia una minoría. Fue desestimado por la sociedad ya que inicialmente venía de unos pocos, pero con el tiempo otros reiteraron el mensaje, dándole credibilidad.  Si bien de otro modo no era aceptado en la sociedad, los crecientes números le dieron a dicho lenguaje una apariencia de aceptabilidad.

La siguiente etapa vino cuando aquellos que eran el objetivo fueron definidos como “otros”. Los “otros” pronto se convirtieron en los chivos expiatorios, responsables de las quejas que se les dijo a las personas que deberían tener, especialmente cuando reflexionaban sobre la experiencia de perder la Primera Guerra Mundial. Esto permitió que se creara una narrativa para la nación, cuyo ascenso a la grandeza solamente podría ser alcanzado a través de la eliminación de aquellos que frustraban ese potencial.

Necesitamos escuchar bien la pregunta de Fritzie: “¿Cómo pudo pasar esto?”  Necesitamos entender que todo comenzó con las palabras. Palabras que llamaban a las personas “otros”, dirigidas a personas que merecen ser temidas, o que amenazan nuestra grandeza nacional, y luego eventualmente son peligrosas y requieren eliminación.

El próximo año, el mundo conmemorará el 75 aniversario de la liberación de los campos de la muerte que los nazis usaron para encarcelar y exterminar a seis millones de judíos e innumerables otros. Le debemos a aquellos que perecieron y a sus familias el no olvidar nunca.

Pero también nos lo debemos a nosotros mismos, ya que tristemente vivimos en una era que está siendo testigo de un aumento dramático en el antisemitismo y el lenguaje del odio.  Lo vemos en el asalto bárbaro en una sinagoga en Pittsburgh, la profanación de cementerios judíos en Europa dañados con esvásticas, en el lenguaje de odio que se acelera a lo largo de la internet conectando a intolerantes de mente similar y en las mentes delirantes de aquellos que continúan negando la realidad del holocausto.

Sí, se trata de alzar la voz en defensa de nuestros hermanos y hermanas judíos. Pero como nos recuerda Jonathan Sacks, ex gran rabino del Reino Unido: “El odio que comienza con los judíos nunca termina con los judíos”. Tenemos que mostrar la misma intolerancia hacia el lenguaje de odio dirigido a otros que son fácilmente marginados en la sociedad — musulmanes, migrantes y refugiados — todo por el propósito de avivar el miedo en personas que se sienten descontentas en un mundo cambiante.

Cierto es que no estamos en la década de los años 30 del embajador Dodd. Sin embargo, hay similitudes que no pueden ser ignoradas. Debemos continuar siendo vigilantes y estar listos para alzar la voz. El escalofriante poema del pastor luterano Martin Niemöller es un claro recordatorio de lo que está en juego:

“Primero vinieron a buscar a los socialistas y no dije nada, porque yo no era socialista. Luego vinieron a buscar a los sindicalistas y no dije nada, porque yo no era sindicalista. Luego vinieron a buscar a los judíos y no dije nada, porque yo no era judío. Luego vinieron por mí, pero no había ya nadie que pudiera protestar por mí”.

Además de alzar la voz, también necesitamos hacer un esfuerzo especial por enseñar a nuestros niños acerca de las lecciones del pasado. Las estadísticas revelan que cerca del 60% de nuestros adolescentes hoy en día nunca han escuchado de Auschwitz o de ningún campo de la muerte Nazi.  Depende de nosotros enseñar a nuestros niños a amar — antes que otros les enseñen a odiar.

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