Cardenal Blase J. Cupich

Misterio del asesinato de Semana Santa

lunes, abril 15, 2019

Desde el comienzo mismo de la Semana Santa el Domingo de Ramos, el drama de los últimos días de Jesús se desarrolla como una conspiración corporativa dirigida a silenciarlo y avergonzarlo a través de una ejecución pública. La narrativa de la Pasión es una historia de gran traición.

Hay conspiraciones detrás de bambalinas entre Judas y los líderes que sienten su poder amenazado. Escuchamos sobre traición y sobre dinero que cambia de manos. Acusaciones falsas son parte de la intriga, diseñadas para encender a la turba enardecida para exigir la pena de muerte. El caos deliberado gobierna el día, lo que lleva a disputas sobre quién tiene autoridad para juzgar y sentenciar. 

El único detalle positivo es que algunas conciencias están preocupadas, con razón, por la inocencia manifiesta de Jesús.  Sin embargo, el empecinamiento en ejecutar a Jesús resuena en la ciudad y en los corazones de la improvisada multitud. El apuro por el Calvario es imparable. Se ha tomado la decisión, sin importar la evidencia: “Vamos a matar a este hombre”. Este es un acto corporativo de asesinato.

Notablemente, ante esta furia irracional, Jesús, la víctima inocente, permanece calmado e inmutable. Es como si no solo anticipara este día, sino que hubiera sido hecho para él. Los Evangelios, especialmente el de Juan, representan su ministerio entero como una marcha hacia Jerusalén y el juicio que enfrentará. Él enfrenta la muerte sin reservas, dando su vida, ¿pero para qué?

En el corazón de nuestra fe cristiana está la creencia de que Jesús murió por nuestros pecados. ¿Pero qué significa eso? Algunos teólogos y escritores, a lo largo de los siglos, han representado la muerte de Jesús como el pago de un rescate, haciendo restitución a Dios por nuestros pecados. Sin embargo, dichas explicaciones inevitablemente provocan una visión de Dios como alguien vengativo, que exige castigo para satisfacer la deuda creada por los pecados humanos.

Una mirada más cercana a los Evangelios, especialmente el Evangelio de Juan, ofrece mayor información. La muerte de Jesús es el juicio de Dios sobre el sistema de justicia del mundo, que ha dado a la muerte el poder de definir el significado de nuestras vidas. Es un sistema tan viejo como la primera generación de la humanidad que vivió en el mundo caído fuera del Edén.

Caín lidia con la tensión de sus celos hacia Abel, sobre lo que no puede tener, matando a su propio hermano único. Ahí comienza un sistema por el cual, el mal que plaga la vida de cada persona es purgado al identificar a uno, que sirve como un chivo expiatorio sobre el cual cargar los pecados de todos. La tensión causada en la conciencia de nuestra culpa se rompe por el sacrifico de uno, por lo menos temporalmente.

Es precisamente este sistema que la muerte de Jesús destruye, porque él asume libremente el papel de chivo expiatorio. Pero él es un chivo expiatorio diferente porque es una víctima totalmente inocente. Él va sin reservas hacia la muerte, y la acoge, ocupando el espacio de la víctima como si la muerte no tuviera poder. ¿No es eso lo que rezamos en misa? “Su muerte ha destruido nuestra muerte; su resurrección ha restaurado nuestra vida”.

En pocas palabras, la muerte de Jesús subvierte cualquier sistema humano de justicia que pide retribución y venganza al matar, porque el falso poder de la muerte sobre nuestras vidas es desenmascarado cuando el Padre lo resucita de la muerte. La muerte ha perdido su poder sobre nosotros. La muerte no es la última palabra para describir nuestras vidas.

Durante estos días sagrados, se nos llama a una fe más profunda que rechaza el sistema de justicia del mundo basado en dar a la muerte poder sobre nosotros, como si fuera la solución a todos los desafíos, tensiones y problemas humanos. Porque el que una comunidad crea que Cristo destruyó el poder de la muerte significa rechazar la venganza y todas las respuestas que usan la violencia como una vía para resolver problemas: guerra, lucha callejera, pena de muerte, aborto, violencia doméstica y sí, las muchas maneras en las que el asesinato se produce al negarle al otro sus derechos y buen nombre.

La única muerte que proclamamos es la muerte del Señor, que destruye toda muerte.

La Semana Santa nos lleva al drama de la muerte del Señor, no como un público espectador sino como quien toma su cruz y camina junto al Señor en estos días a Jerusalén. Igual que él, caminamos hacia la muerte dispuestos y confiados, liberados por la muerte del Señor para renunciar al poder de la muerte sobre nosotros.

Este es el misterio de la fe que profesamos y profundizamos esta semana, y prometemos unos a otros en ese momento simbólico el Viernes Santo mientras vamos hacia adelante a venerar la palabra de la cruz, porque esa es nuestra salvación.

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