Cardenal Blase J. Cupich

Acciones ejecutivas sobre refugiados e inmigrantes: historia y humanidad

martes, febrero 28, 2017

En artículos y declaraciones recientes he hablado de la difícil situación de los recién llegados a nuestro país, en particular los afectados por las recientes acciones y órdenes ejecutivas. Mi objetivo ha sido llamar la atención sobre el hecho de que la vida de personas reales está en juego. Son personas con sus propias historias y dificultades que valientemente buscan una vida mejor, creyendo que la antorcha de la Estatua de la Libertad también ilumina el camino para ellos.

Por desgracia, nuestra nación no siempre ha estado a la altura de la singular invitación de la Señora Libertad: “Denme sus cansadas, sus pobres, sus hacinadas masas que anhelan respirar en libertad; los desgraciados desechos de sus prolíficas costas. Envíenme a estos, los sin hogar, los azotados por la tempestad: Mi linterna levanto junto a la puerta dorada”.

Pero, también es importante recordar algunos datos que a veces se ven oscurecidos en el hablar y opinar sobre este tema. Cuando perdemos de vista los hechos, es fácil ceder a los miedos y aceptar las mentiras, que, a la larga, sólo degradan nuestro discurso público, proporcionando ejemplos mediocres para nuestros hijos y poniendo en peligro nuestra posición en el mundo.

Quiero recordar esta semana algunos de esos momentos en la historia de la humanidad en los que la falta de una bienvenida a los desplazados, o a los migrantes, dio lugar a consecuencias desastrosas. En la segunda parte (página 15), haré eco de la experiencia que tenemos en la iglesia católica en cuanto a ayudar a refugiados e inmigrantes a reestablecerse aquí con el fin de ofrecer algunas observaciones sobre el proceso de investigación y revisión de antecedentes al que son sometidos los refugiados, las múltiples facetas que tienen la seguridad y la solidaridad, y cómo los inmigrantes y refugiados han probado ser una bendición, y no una carga, para nuestro país.

En 1939, el transatlántico SS St. Louis, que transportaba refugiados llenos de esperanza, fue rechazado de Cuba, entonces un protectorado de los Estados Unidos, debido a que los pasajeros eran judíos. Obligados a volver a una Europa al borde de la guerra, casi un tercio de los pasajeros murieron en el Holocausto. Antes, en 1922, cuando Esmirna, Turquía, se incendiaba, multitud de barcos europeos fueron anclados en alta mar, mientras que cientos de miles de griegos y armenios refugiados se apiñaban en la costa para escapar del fuego.

Esperaron semanas para ser rescatados. Decenas de miles de personas murieron en los muelles y muchos sobrevivientes sufrieron abusos y atrocidades. ¿Sus crímenes? Profesaban una religión en desacuerdo con el estado y su situación complicó débiles alianzas diplomáticas.

Sabemos que esta historia también es familiar para los católicos. En días no tan lejanos, nuestros antepasados se convirtieron en víctimas cuando el miedo anti-inmigrante subió como la espuma, dando lugar a leyes de cuotas, a la quema de iglesias, a golpizas y a restricciones en los derechos al voto. ¿Nuestro crimen? La adhesión a una religión que era extranjera y que se creía era sediciosa, una amenaza para la nación. En tiempos económicos difíciles, con frecuencia fuimos los chivos expiatorios y sufrimos discriminación por nuestro origen y nuestras creencias.

La razón para recordar estas historias es sencilla. Hemos visto esto antes y no ha resultado bien, ni para los refugiados, ni para las naciones que fallaron en defenderlos. Mi hermano obispo, el cardenal Sean O’Malley, de Boston, en un reciente artículo publicado en el Boston Globe, escribió que las órdenes ejecutivas en materia de inmigración y reubicación de refugiados han perjudicado tanto a personas como al prestigio que tenemos en el mundo. Han “producido asombro y confusión en nuestro país y en la comunidad internacional. La principal causa de estas reacciones fue el tono, el estilo y el ritmo frenético de los cambios en las políticas anunciadas. Transmiten una imagen de los Estados Unidos diferente de nuestro extraordinario legado de fuerza y estatura y, para muchos, invocaron una sensación de rechazo y miedo”.

Seguramente nuestros líderes tienen la grave responsabilidad de mantenernos seguros, ya que nuestro país, al igual que todos los países, tiene derecho a la seguridad y protección internas. Pero, como el Cardenal O’Malley observa, con mucha razón, “este derecho debe ejercerse dentro de los estándares de la justicia social, la compasión y el respeto por la dignidad humana y por los individuos y familias vulnerables. Los problemas complejos no se resuelven con soluciones simplistas, ni estas cancelan los deberes humanos básicos que unen a todas las naciones, incluso en medio de un clima internacional amenazador”.

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