Cardenal Blase J. Cupich

Arzobispo Blase Cupich - ¡Que comience el Jubileo de la Misericordia!

jueves, diciembre 31, 2015

El 8 de diciembre, el Papa Francisco dio inicio al Jubileo de la Misericordia abriendo la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro. El domingo 13 de diciembre, las puertas santas de las catedrales alrededor del mundo y la de nuestra propia Catedral del Santo Nombre se abrieron para expresar la necesidad universal de la misericordia. La apertura de una puerta es una invitación a cruzarla, a entrar en un espacio distinto. Como el Santo Padre escribió a principios de este año, el nuevo espacio al que se nos invita a entrar es una vida moldeada no por las leyes sino por la misericordia, en latín, misericordia.

Misericordia significa, literalmente, tener compasión dentro de nuestro corazón. La misericordia no es solo una actitud o un sentimiento ocasional. Más bien, se trata de una fuerza o virtud que moldea y da vida a nuestro corazón. Sin misericordia, nuestros corazones laten de manera equivocada, sin misericordia, sufrimos de enfermedad del corazón.

Así es como el Papa Francisco describió la misericordia cuando anunció el Jubileo:

Desarrollemos estas frases:

En mi primer año de teología, un profesor nos aconsejó no confundir conocer acerca de Dios con conocer a Dios. Esa es una tentación para cualquiera que estudie teología o comience su ministerio. El Papa Francisco nos está diciendo que cuanto más llenos están nuestros corazones de misericordia hacia los demás, más conocemos a Dios. Cuanto más practicamos la misericordia, cuanto más dejamos que moldee nuestras motivaciones, nuestros deseos y nuestros comportamientos, mayor es la probabilidad de llegar a conocer el amor que el Padre y el Hijo se tienen uno al otro. En una palabra, practicar la misericordia no solamente salva a aquellos a quienes mostramos misericordia. Nos salva a nosotros también.

La verdadera misericordia comienza con la humildad, un reconocimiento de que Dios ha mostrado primero misericordia hacia nosotros. Poco después de ser elegido, se le preguntó al Papa Francisco, “¿Quién es Jorge Bergoglio?”

Respondió sencillamente: “Soy un pecador”. Cuanto más practicamos y recurrimos a la misericordia de Dios, dice el Papa, más tendemos a ser misericordiosos unos con otros. Sin embargo, lo contrario también es cierto. Cuando nos cerramos a la misericordia de Dios a través del orgullo y la ilusión de la autosuficiencia, es menos probable que seamos misericordiosos con los demás. Las personas orgullosas no reconocen la necesidad de la misericordia, por lo que pasan sin entrar delante de la puerta abierta de Dios. Si queremos medir la forma en que Dios obra en nuestras vidas, debemos examinar que tan bien practicamos la misericordia.

En una reciente entrevista, el Papa Francisco habló acerca de la necesidad que tiene la Iglesia de tomar la iniciativa en la práctica de la misericordia, evitando la tentación “de seguir una línea dura, de caer en la tentación de subrayar sólo las reglas morales”, al punto de que “mucha gente se queda fuera”. En lugar de ello, la Iglesia debe servir “como un hospital de campaña después de la batalla”, tendiendo la mano a los heridos y los enfermos. A principios de este año, el papa Francisco recordó las palabras de San Juan XXIII en la apertura del Concilio Vaticano II: “En nuestro tiempo la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia y no empuñar las armas de la severidad”. El Papa Francisco no está diciendo que las reglas no sean importantes, pero que no son fines en sí mismas. Su objetivo debe ser siempre llevar a las almas más cerca de la misericordia de Dios, que es la ley fundamental. Por supuesto, esto es difícilmente una idea nueva. Durante siglos la práctica pastoral de la Iglesia se ha inspirado en el antiguo dicho, salus animarum lex suprema—la salvación de las almas es la ley suprema. Es la misericordia de Dios la que salva a las almas, no la práctica humana de las leyes.

Todos anhelamos llegar al cielo. La misericordia es el puente para poder cruzar porque la misericordia de Dios perdura para siempre, como el salmista nos recuerda (Salmo 136). La misericordia eterna de Dios nos da esperanza para continuar el viaje, ya que es una misericordia que está presente incluso en nuestra pecaminosidad. Dios no va a dejar de ser misericordioso. Al igual que un buen pastor, Él nos buscará y traerá de vuelta, no de mala gana, no para regañarnos, sino con regocijo. Cuanto más experimentamos la misericordia eterna de Dios, más generosos nos volvemos para mostrar misericordia hacia los demás, porque llegamos a entender que no estamos mostrándoles nuestra misericordia, sino la de Dios. Saber eso nos da esperanza para acompañarnos unos a otros a través del puente de la misericordia hacia el paraíso que tanto anhelamos.

A lo largo de este año, los invito a elegir una de las obras corporales o espirituales de misericordia y dedicarse a practicarla individualmente o en familia. Pueden tener confianza en la promesa de Jesús, “la misma medida que ustedes usen para los demás, será usada para ustedes”. (Mateo 7,2).

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