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Recordando al Cardenal Bernardin, 20 años después - Chicago Católico

Por Archbishop Wilton D. Gregory
miércoles, noviembre 30, 2016

Cuando bajaron su ataúd por los escalones de la entrada de la Catedral del Santo Nombre, lloré abiertamente. Había conocido a Joseph de manera personal tan sólo durante 14 años —un corto periodo en su vida, pero años que serían fundamentales en la mía.

El primer año incluyó el servicio que le presté como uno de sus maestros litúrgicos de ceremonia. En aquel momento yo daba clases en el Seminario Mundelein, por lo que, a diferencia de sus otros maestros de ceremonias que eran párrocos, mis fines de semana generalmente estaban libres.

Podíamos pasar juntos todo el sábado y el domingo, viajando a lo largo de la arquidiócesis que entonces él aún estaba conociendo. Esos paseos me revelaron su lado intensamente pastoral. Se conectaba con los feligreses y el clero con un estilo cálido y agradable que inmediatamente los hacía sentirse a gusto.

Para esos paseos yo le proporcionaba algunos antecedentes por escrito sobre los lugares que visitábamos. Apreciaba aprender sobre las comunidades a las que había sido enviado a servir y que llegaría a amar.

Con frecuencia hacía preguntas que demostraban una comprensión intuitiva de estas nuevas personas y lugares que era mucho más profunda de lo que posiblemente podría haber obtenido a partir de los datos históricos y demográficos que yo le ofrecía.

Joseph era un sanador, que deseaba no menos que restaurar el espíritu de esperanza a una arquidiócesis que había experimentado algunos momentos inquietantes durante los últimos años del ministerio del Cardenal John Cody — el hombre que me había ordenado al sacerdocio, enviándome a Roma a estudiar, y que siempre me trató con amabilidad. Joseph entendió los desafíos que el Cardenal Cody había enfrentado, y nunca lo criticó ni degradó durante nuestras conversaciones. Era un hombre de compasión que siempre encontró espacio en su corazón para ver más allá de los defectos y errores de los demás, incluidos los muchos que me encargué de mostrarle personalmente.

Esos 14 años me permitieron experimentar su gran capacidad para escuchar, evaluar y llevar a consenso los conflictos humanos. Presidió las reuniones que mantuvo con sus obispos auxiliares con sensibilidad y respeto. Nos dijo una vez que cuando nos ponemos las cruces pectorales, llevamos con nosotros una profunda responsabilidad y autoridad comparable a la suya.

Disfrutaba de una buena risa y le gustaba burlarse de sí mismo y de nosotros. Me educó a través de su gran capacidad para amar a la iglesia, incluso en los momentos de conflicto y confusión. A menudo citaba al reverendísimo Paul J. Hallinan, su arzobispo en Atlanta: “¡La confusión es un poco más clara ahora!”

Para mí fue mucho más que simplemente mi arzobispo. Él fue mi pastor, mi mentor, mi amigo y mi hermano. Cuando me instaló como obispo de Belleville, Illinois, fue como un padre permitiendo a su hijo ir por su cuenta con confianza, amor y orgullo.

Aun cuando yo estaba emocionado de convertirme en el pastor de esa maravillosa gente del sur de Illinois, sabía que también era un momento en que mi relación con Joseph se encontraba atravesando otra transición. Ahora era su colega en el servicio de la iglesia de un modo nuevo. Creo que estaba tan orgulloso de mí como yo estaba agradecido con él.

En enero de 1995, Joseph me pidió que lo acompañara a Manila, Filipinas, para participar en una conferencia sobre el flagelo de la pornografía infantil. Sería la última vez que pasamos juntos un tiempo personal significativo. Al igual que en aquellos viajes a las parroquias de Chicago durante su primer año como arzobispo, él me dejó entrar en su gran corazón de pastor mientras trabajaba con sus socios ecuménicos para hacer frente a esta plaga y escándalo.

Durante nuestro viaje juntos de Chicago a Manila, las conversaciones en el avión variaron ampliamente, pero todas parecían volver en torno a su sincero deseo de que la iglesia esté siempre al servicio de cualquier ser herido o explotado. Por lo que sé, Joseph nunca conoció personalmente a Jorge Mario Bergoglio (el futuro Papa Francisco), quien todavía era Obispo Auxiliar de Buenos Aires en ese momento, pero habrían sido almas gemelas en su dedicación a la misión de la iglesia.

Pocos meses después de regresar de Manila, Joseph fue diagnosticado con cáncer de páncreas. Durante los siguientes meses muchas personas de todo nuestro país lo llevarían en sus corazones. Sin embargo, aún más doloroso para él que el cáncer, fue la resistencia que encontró en algunos miembros de la jerarquía de EE.UU. a su fuerte advertencia de que teníamos que encontrar y explorar un terreno común para hacer frente a los retos que enfrentaba la iglesia. El tiempo ha demostrado en repetidas ocasiones, por supuesto, que tenía razón.

Así que, cuando llegó al Mausoleo de Obispos en el Cementerio del Monte Carmelo, en Hillside, Illinois, a la espera de la resurrección, lloré. Había perdido a mi padre y hermano Joseph. La iglesia había perdido una voz sabia y profética.

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